lunes, febrero 15, 2010

CALLE DE LA ESTACIÓN, 120 de Léo Malet & Jacques Tardi

Aunque no suele ser habitual, a una le gusta alardear de su vicio menos oculto: la lectura. ¿Quién no gusta de perderse en las vidas de otros y en escenarios que sólo existen en la imaginación de quien los creó y en el recuerdo de quienes los hicieron suyos tras leerlos? Paisajes, ciudades y personajes cuya imagen sigue en nosotros durante mucho tiempo, a pesar de las diferentes caras que el séptimo o el noveno arte, según se trate, se empeñan en adjudicarles, y a las que, a pesar de todo, no podemos sustraernos.

El deseo de conocer todas esas visiones hace que, tras encontrar el espacio y el momento idóneos para disfrutar de la lectura de un cómic cuidadosamente elegido al efecto precisamente por ser la adaptación de una novela que nos ha gustado especialmente, una sienta la imperiosa necesidad de releer al mismo tiempo el original y, a su pesar, compararlos con la sana intención de encontrar las diferencias existentes entre ambos y comprobar cuánto de nuevo se ha aportado en la versión realizada. Son lecturas consecutivas que tienden a hacerse paralelas en algunos momentos y en las que, en más de una ocasión, se nos dibuja la sonrisa de complicidad al encontrar las tan buscadas discrepancias entre el texto original y su correspondiente tebeo. Es algo que ya me ocurrió cuando leí El Mago de Oz, Robinson Crusoe, Lazarillo de Tormes, Coraline o Frankenstein (pinchad aquí, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí para leer las reseñas de estas obras), que espero que me ocurra en cuanto pueda echar mano a Le mystère Nemo o al tan esperado El retrato de Dorian Gray, y que evidentemente no ha podido dejar de suceder con las novelas de Léo Malet y los cómics que Tardi, aunque en este caso concreto ocurrió al revés.

Y es que la imagen que siempre he tenido de Néstor Burma o del París de los años cincuenta es la que descubrí en blanco y negro a través de las magníficas adaptaciones que Jacques Tardi hizo de las novelas de Malet (Calle de la Estación, 120; Niebla en el puente Tolbiac y Reyerta en la feria), publicados por Norma Editorial en la colección BN y que yo leí hace años. Los cómic eran propiedad de mi hermano, quien no sólo los atesoraba y guardaba celosamente (y sigue haciéndolo, que me lo digan a mí), sino que imponía severas instrucciones sobre cómo debía procederse a su lectura por parte de aquellas incautas que, como yo, nos atrevíamos a pedírselos prestados para disfrutar de las historias creadas por ese gran escritor de polar francés que ha sido Léo Malet.

Esta opción fue, durante años, la única posibilidad de leer sus novelas en castellano y, claro, siempre persistía esa inquietud que a veces produce la curiosidad por no poder saber a ciencia cierta qué había en Dinamita Burma fruto del trabajo del dibujante y qué lo era de su creador. Y esa curiosidad fue satisfecha el año pasado cuando pude leer Niebla en el puente de Tolbiac gracias a la Editorial Libros del Asteroide, en una cuidada edición de pequeño formato, encuadernada en rústica, con solapas, en cuya cubierta se reconoce a ojos vistas una viñeta de Tardi.

Me lo pasé tan bien leyendo la novela de Malet y releyendo el álbum de Tardi (esta vez de mi propiedad gracias a los cómics que el periódico El País nos ayudó a coleccionar en 2005), que no dudé en repetir la experiencia hace poco, cuando en un viaje a Barcelona y justo después de visitar la exposición “Tardi, retrat en negre” (pinchad aquí para leer la crónica de esta exposición) que con motivo de la BCNegra'10 podía visitarse en la Biblioteca Jaume Fuster, aproveché una de mis visitas a las librerías de la ciudad para agenciarme la novela Calle de la Estación, 120, publicada por la misma editorial siguiendo el modelo de la anterior. En este caso, por tanto, el cómic eligido fue la reciente edición de Norma Editorial de esta obra.

La novela elegida fue la primera de las más de treinta que protagonizaría el detective privado creado por este escritor francés nacido en Montpellier el 7 de marzo de 1909 y fallecido en 1996. Malet era en sí mismo todo un personaje, cuya azarosa vida -huérfano a temprana edad, rebelde, bohemio, imbuido de ideas anarquistas, miembro del grupo de los surrealistas, internado en un campo de prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial, adicto al tabaco de pipa, empleado en múltiples oficios hasta encontrar el que le vino como anillo al dedo: el de escritor- se reflejaría en gran medida en la que te tocaría vivir al protagonista de sus novelas.

Si bien se convirtió en escritor profesional al final de la guerra, destacó sobre todo como escritor de género negro. Sus primeras obras, firmadas con seudónimos, eran series de novelas policíacas de clara influencia americana que venían a sustituir a las originales, prohibidas en Francia durante la ocupación alemana: cine negro y películas de gánsters, literatura y detectives privados que seguían los estereotipos de Sam Spade y Philip Marlowe, contribuyeron a crear historias que se desarrollaban al otro lado del Atlántico. Sin embargo, y a pesar del éxito económico que le reportaron, Malet tuvo el acierto de imaginar un detective francés cuyas aventuras transcurrieran en escenarios verdaderos y recrearan una época y un tiempo concretos (la Francia ocupada, el final de la Segunda Guerra Mundial y los años 50), retratando con una gran fidelidad los escenarios habituales de la vida cotidiana (las calles, las plazas, los cafés, los edificios emblemáticos...), hasta convertirlos en parte de una realidad con la que el lector no sólo se reconocía e identificaba, sino que contribuía a transformarla en un espacio en el que era posible la expectación y el fin de la rutina, en una ficción que permite mirar de otra manera los campos de prisioneros, los soldados repatriados, los salvoconductos, las pesadillas, las cartillas de racionamiento, el mercado negro, el black-out o la niebla impenitente.

Néstor Burma, detective privado y director de la Agencia Fiat Lux hasta que se incorporó a filas en septiembre de 1939, se encarga junto con otros 9 schreiber de inscribir a los prisioneros de guerra franceses que diariamente entran en el Stalag XB, un campo de prisioneros situado entre Bremen y Hamburgo. Con un lenguaje directo y lleno de sarcasmo, este empedernido fumador de pipa nos narra en primera persona cómo conoció al prisionero número 60202, único nombre oficial con el que se identificaba al Glóbulo, aquel hombre alto, de más de 40 años, calvicie frontal, barba hirsuta y una fea cicatriz en la mejilla izquierda, que padecía amnesia y que había llegado al campo junto con los soldados del 6º de Ingenieros capturados en Château-du-Loir y al que nadie parecía conocer. En un lugar como aquel que “bajo el alegre sol de aquel domingo por la mañana, parecía un poblado de buscadores de oro”, alguien como el Glóbulo despierta la curiosidad de un cínico como Burma, que podía ser un KGF más, un prisionero de guerra, pero nunca hubiera podido dejar de ser Dinamita Burma. Así que cuando, momentos antes de su muerte, el número 60202 parece recobrar la lucidez y transmite a Burma un extraño mensaje -“Dígale a Hélène... calle de la Estación, número 120”-, el detective asiste a la confesión de un secreto que más de uno hubiera querido conocer y, haciendo gala de su buen hacer, toma las huellas dactilares al fallecido y se procura una fotografía del amnésico que habrá de serle útil en el futuro. Después de todo, es lo menos que puede hacer para empezar a resolver el caso que él mismo se ha encomendado para cuanto vuelva casa en uno de los convoys de repatriados: averiguar la identidad del número 60202 y descifrar su último mensaje. Un mensaje con una dirección de París que bien podría haber carecido de importancia si no fuera porque fue exactamente la misma que su ex-colaborador Robert, Bob, Colomer, le gritó en la estación de Lyon-Perrache poco antes de morir abatido por las balas.

Un enigma en el que se verán envueltos personajes tan heterogéneos como Hélène Chatelain, la antigua taquimeca-secretaria-colaboradora-agente-etcétera de la Agencia Fiat Lux; el comisario Florimond Faroux de la jefatura de París; el periodista de Le Crépuscule, Marc Covet, amigo de Burma de los de toda la vida, que no duda en presentarlo a sus conocidos como Pierre Kiroul; el doctor Hubert Dorcieres, un médico con problemas de conciencia con quien coincidió en el Stalag XB, un excelente cirujano en opinión de sus colegas y un matasanos en opinión de otros; la doble de la actriz Michèle Hogan, la hermosa mujer a la que vio empuñar el arma en la estación de Lyon; el comisario Armand Bernier, de la Jefatura de Lyon; el abogado Julien Montbrison, rollizo y jovial, no demasiado afectado por el racionamiento, a quien encantaba recargar sus dedos de anillos de indiscutible mal gusto y fumar cigarrillos Philip Morris, y su criado, Gustave Bonet; el fantasma de Jo-Tour-Eiffel, Georges Perry, gánster elegante y culto, especializado en robos de perlas y asaltos a joyerias, aficionado a los juegos de palabras, adivinanzas, crucigramas y trabalenguas, cuyo cadáver apareció en Inglaterra unos años antes medio devorado por los cangrejos; el detective de Lyon Gérard Lafalaise, su secretaria, Louise Brel y su empleado, Paul Carhai; el antiguo agente de Fiat Lux, Louis Reboul, que había perdido un brazo durante la guerra; el granuja Bébert, el hombrecillo con cara de bergante que llegó al Stalag XB junto con el Glóbulo, pero también las calles, los puentes, los ríos, los bares y los ciudadanos de París y Lyon.

Una historia llena de acción y malentendidos en la que ni nada ni nadie parecen ser lo que dicen ser y en donde el desenlace final es realmente efectista. Recomendable la lectura paralela de la novela y de su adaptación al cómic.

2 comentarios:

ANA dijo...

te sigo y no puedo parar de comprarme comics... no sé si eso es bueno y saludable, pero me gusta

Susana dijo...

Pero Ana, ¿cómo no va a ser bueno y saludable hacer lo que nos gusta? Quizás sea un poco caro, eso no lo discuto, pero comprar tebeos y leerlos es de las cosas más divertidas que pueden hacerse.