viernes, agosto 07, 2009

VOLÁTIL de Luis Durán

Cuando Giuseppe nos propuso publicar uno de nuestros posts para conmemorar los tres años que llevamos por estos lares, pensé de inmediato en eligir uno de Luis Durán. Elegir siempre es difícil. Parece como si de pronto los demás post, con todas las sensaciones que llevaron consigo, hubieran quedado relegados a un segundo plano. Nada más lejos de la realidad. Hay autores que ya nos impresionaron desde el primer momento, cuando descubrimos sus trabajos, y cuyo buen hacer sigue dejándonos boquiabiertos cada vez que tenemos uno de sus libros entre las manos. Pero, de entre todos esos autores a los que admiro, Luis Durán se lleva la palma. Sus historias dejan una impronta difícil de borrar; decidirse por una de ellas es ya una tarea harto complicada. Aunque no necesito convencerme de que el de Volátil es el post que más he disfrutado haciendo, desearía que su lectura os motivara a leer la obra de Durán y a dejaros atrapar por la poesía de sus historias, que no serían las mismas si no fueran acompañadas de ese dibujo suyo tan peculiar.

Cuando regresé de mi viaje a Perú este verano encontré, encima de la mesa, un anticipo de mi regalo de cumpleaños: Volátil, de Luis Durán. Supongo que el que fueran las seis y media de la mañana, el haber pasado dos noches sin dormir, el “jet lag” y el cansancio debieron influir en la primera impresión táctil que tuve de la magnitud de la tragedia: me había parecido que lo dibujado en la portada eran runas, pero cuando miré la contraportada me di cuenta de que ya había cometido mi primer error, que no eran runas, sino las alas de una libélula en movimiento. La sensación de desconcierto aumentaba conforme iba hojeando el libro: todo parecía estar tan íntimamente relacionado que no pude dejar de pensar que esta vez Luis Durán nos lo estaba poniendo francamente difícil. Y esa dificultad era el revulsivo que necesitaba para comenzar a leer.

La reflexión del Sr. Patrick, el profesor de literatura, en el último día de curso, sobre la libertad que se siente al dar por concluido un período de nuestra vida y la necesidad de decidir, en la encrucijada de caminos en la que nos encontramos, por alguna de las posibilidades, cada vez menor, que se nos ofrecen, metafóricamente representadas por las puertas que abrimos, dejando atrás otras oportunidades y, evidentemente, otras vidas posibles, hasta llegar a convertirnos en los adultos que nunca hubiéramos deseado ser (“menos audaces, menos desvergonzados, menos atrevidos y menos silvestres”) sin haber alcanzado ni por asomo esa libertad que tanto habíamos deseamos conseguir, me produjo esa desazón tan peculiar que ya había sentido antes. ¿Cómo puede ser capaz, Luis Durán, de utilizar las palabras justas para describir exactamente eso que sentimos y somos incapaces de explicar? ¿Quién no ha tenido en más de una ocasión esa sensación de dejar atrás una etapa, de abrir una puerta y de elegir un camino con la duda constante de estar eligiendo quizás el equivocado y dejando pasar un montón de posibilidades más favorables hasta darnos de bruces con la vida y con esos golpes crueles para los que nunca estamos preparados? Crecemos, pero eso no nos hace libres, sino todo lo contrario. Dejamos atrás la infancia, pero volvemos a ella una y otra vez, como resistiéndonos a abandonarla, a través de pequeñas cosas que nos la recuerdan, como si todo ese tiempo hubiera transcurrido en un abrir y cerrar de ojos. Un buen comienzo para una buena historia.

Terminado el curso y antes de meterse de lleno en una vida de adulto responsable, Tobías pasa el verano en casa de su primo Samuel, con sus tíos, Percy y Ariadna, a los que no ha visto desde hace nueve años, y con Alida, un ama de llaves supersticiosa y puritana cuyo única preocupación es barrer de la manera apropiada para ahuyentar la mala suerte y evitar que la buena se aleje. Tobías descubre con Samuel la disoluta vida de las tabernas del puerto, se reencuentra con viejos conocidos y con una piedra llena de inscripciones vikingas que ya le fascinaron de niño y cuyas runas traducidas no son sino cánticos dedicados a alguien llamado Audum. Y aunque es Samuel quien propone desafiar al Sr. Patrick y dedicarse a la literatura, será Tobías quien se decida finalmente a escribir un libro sobre ese alguien llamado Audum. A partir de este momento se desarrollarán dos historias paralelas: la de Tobías que nos cuenta Luis Durán y la de Audum que “nos cuentaTobías.

Y ese proceso, el de la escritura, será para Tobías como un viaje iniciático que los lectores viviremos muy de cerca, porque Luis Durán nos mete de lleno en la metaficción, haciéndonos partícipes de una estrategia narrativa que nos muestra los elementos que hacen posible la ficción pero también los problemas con los que se enfrenta el autor a la hora de escribir, y nos permite dilucidar el proceso creativo y separar los inestables límites entre “realidad” y “ficción” que existen dentro de la narración.

Conocemos, porque nos lo cuenta Durán, los recuerdos infantiles que Tobías aún conserva: las espadas de madera con las que jugaba con su primo Samuel, los soldaditos de plomo que fabricaba su tío Percy, el “alquimista” de la familia, y, concretamente, el “Soldadito de plomo” por excelencia, el del cuento de Andersen (¿será para él la tarta con las cien velas?), aquél que tenía sólo una pierna y que por los designios del destino acabó convertido en un pedazo de plomo en forma de corazón. Sabemos de la música de una flauta, la Flauta Mágica de Mozart, que debía ser la favorita del tío Percy, y de un sueño recurrente de Tobías, y en ambos casos se habla de un camino: En el primero, partiendo del conocimiento de las influencias masónicas del singspiel (tanto Mozart como Schikaneder, el libretista, eran masones), se trata de un camino iniciático en el que los protagonistas tienen que superar una serie de pruebas para conseguir su objetivo; en el segundo es el propio Tobías el que nos habla de un sendero desconocido al que le llevan las notas de la flauta mientras observa a dos cuervos que vuelan en dirección al arco iris.

Siendo espectadores del proceso, vemos cómo Tobías imagina a Audum como el esclavo de Herjan, el hijo del rey vikingo Aldafor, que vivía en lejanas tierras escandinavas junto a su madre y que, escapando de un destino cruel, llegó casualmente a las costas de Britania, donde rehizo su vida en perfecta armonía con los que allí habitaban. Pero aunque el rey Aldafor sea un guerrero lisiado al que le falta una pierna y Audum y Herjan combatan con espadas de madera, no todo es ficción en la ficción que crea Tobías; en ésta se vierten aspectos de su “realidad” hechos de recuerdos, sueños y obsesiones: mitología escandinava (los dioses Thor, Ulle, Sif, Heimball y su puente, el arco iris); el Canto del bardo Taliesin; canciones y cuentos infantiles (la viñeta de los niños siguiendo a Audum nos recuerda un cuento de los hermanos Grimm) y objetos que nos recuerdan nuestra infancia (juguetes, estrellas de mar, caracolas), o incluso ritos ancestrales (la celebración de la festividad en honor a la Dama del bosque, “que es la que fecunda la tierra y mantiene viva la llama del espíritu del trigo”), todo ello visto siempre bajo el prisma de la muerte: el Valhalla; las Valquirias; el funeral vikingo (en el que la imagen del rey incinerado junto a una esclava nos recuerda algo que ya hemos visto antes), las Nornas (las hilanderas de las que habla la madre de Audum, que viven en el centro del cosmos, bajo las raíces del árbol del mundo, donde tejen y deciden el destino de los hombres, cuyas vidas son hilos que pueden cortar en cualquier momento), los cuervos, que simbolizan tanto el principio como el fin, el nacimiento como la muerte, ...

En ese camino iniciático que Durán ha pergeñado, se suceden las dificultades y las dudas: los personajes rara vez permanecen inmutables desde el principio, puede ocurrir algo trivial que cambie su aspecto, es parte de la creación artística introducir variaciones; pero para contar de manera coherente y estructurada esta historia de vikingos Tobías va a necesitar ayuda de alguien especial, alguien que ya haya pasado por esta experiencia. Será su tía Ariadna quien lo guíe en este proceso, no sin antes advertirle, utilizando para ello la simbología de las catedrales góticas y de los laberintos trazados en ellas, de las dificultades del artista para trabajar con una herramienta tan volátil como es la imaginación, seguir por el camino correcto y concluir con éxito su obra, considerando la imaginación como la alquimia de la creación literaria, ya que “el artista, al igual que el alquimista, en su esfuerzo por transformar el mundo se transforma a sí mismo. Hay una relación entre la obra creativa (…) y el opus alquímico. En ambos procesos se liberan fantasmas y obsesiones que antes yacían enterrados en el plomo o en la oscuridad. En ambos se navega entre símbolos (…) Y es que el arte implica iniciación tanto para el que escribe como para el que lee. Y es un proceso duro…”. Así, igual que aquélla que comparte su nombre en la mitología griega dio a Teseo el ovillo de hilo que estaba hilando para que pudiera hallar el camino de salida del laberinto del Minotauro, Ariadna hará las observaciones necesarias a su sobrino para orientarle en la narración, no en vano ella ya superó su fase de iniciación al escribir sus “Cuentos para libélulas”, liberando en ellos sus fantasmas y obsesiones que ahora permanecen escondidos en el fondo de su armario, precisamente donde ella, de pequeña, imaginaba que se encontraba el más allá. Será ella, la que dejó de escribir quizás porque eligió la puerta equivocada, quien le anime a leer y a imbuirse de todas las historias que el azar le permita conocer.

Tengo que reconocer que mi lectura no hubiera sido la misma si El joven Lovecraft, de José Oliver y Bartolo Torres, y sobre todo Enrique Corominas no me hubiesen redescubierto a Poe; si no hubiera leído cuando lo hice El misterio de las catedrales, de Fulcanelli; si no hubiese descubierto en Viaje al fin del mundo, de Henning Mankell, que para un niño hacerse adulto “Era como si abriese una nueva puerta, a la vez que la puerta de su infancia se cerraba despacio y con un chirrido”; si la casualidad no me hubiera llevado a ver The Magic Flute, la adaptación cinematográfica de Kenneth Branagh sobre la obra de Mozart; si no hubiera habido también en mi familia alguien preocupado en impedir que barriéramos en viernes santo para evitar que se nos llenara la casa de hormigas; si no hubiera conservado el recuerdo del colchonero en la azotea de casa, vareando los vellones de lana y esparciendo por el aire motas de polvo ingrávidas y volátiles; si no hubiera descubierto, gracias a mi hermano, la mitología escandinava; si no hubiera vivido, en un inolvidable viaje a Perú, un solsticio de invierno diferente y unos ritos ancestrales en honor al sol y a la Pachamama.

Así que las historias tienen un poco de esto, lo que aporta el lector, y un mucho de aquello, lo que escribe el autor e interpreta el dibujante; como una amalgama de metales que se funden para que todo tenga sentido y acabar descubriendo que, al final, “espejismos dentro de espejos es todo lo que hay”.

3 comentarios:

  1. Últimamente, Luis Durán parece una constante, que asoma aquí y allá...

    Anotado queda:¡muchas gracias!

    Besitos

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  2. ¿De verdad has podido leer el post entero sin bostezar?
    Fuera bromas, realmente vale la pena leer a Luis Durán y te recomiendo que “piques” con Volátil. Yo, personalmente, ya estoy esperando que publique pronto su próxima obra, que seguro, conociendo a Luis, no tardará en llegar…

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  3. ¡Ahh! me gustaría tener una obra de Luis por aquí,Paraguay.
    Traducido el euro a nuestra moneda nos sale muy caro por aquí.

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