Lecciones de vida, de Grégory Mardon, publicado por Ediciones La Cúpula, cuenta las experiencias vividas por Jean-Pierre Martín, un niño de 8 años, en el pueblo al que se ha mudado con la familia cuando, por motivos de trabajo, trasladaron a su padre a otra ciudad. Es un pueblo pequeño (la calle de arriba, la calle de abajo, la calle mayor, la calle del castillo...) que tiene un bar, “Chez Ulysse”, una tienda de ultramarinos, una escuela con dos aulas, una para párvulos y otra para primaria, junto a la iglesia, una granja en la que hay peleas de gallos y se juega con dinero y, aunque no hay panadería, un panadero ambulante lo lleva diariamente con su furgoneta. Los alrededores están llenos de vacas, perros, gatos, conejos, aves de corral..., nada que ver con el apasionante mundo de los animales sobre los que se lee en los libros o se ve en los documentales.
El día a día de Jean-Pierre está centrado en la escuela desde que en otoño comienza el curso y el patio está lleno de hojas secas que han ido cayendo de los árboles. Un único maestro, severo y patriota, compartido por todos los alumnos de primaria reunidos en la misma aula, imparte las clases, les lleva de excursión para que conozcan los vestigios de la dura parte de la Historia que le tocó vivir a su región entre 1914 y 1918, les dirige mientras cantan el himno ante el monumento a los caídos en el acto de conmemoración que se celebra cada 11 de noviembre, y organiza todo lo relacionado con la fiesta de fin de curso, desde la coreografía y los ensayos del espectáculo que ofrecerán los alumnos ese día hasta la confección de los boletos para la tómbola con cuya venta espera recaudar el dinero suficiente para llevarlos de viaje. Lo mejor de la escuela son siempre los recreos: los juegos separados para niños y niñas (salvo error u omisión); las bravatas y las trifulcas (“nos lo pasamos bien. Luego llegamos reventados a clase”); la ostentación de poder de las chicas: la una por su belleza, la otra por ser más fuerte que los chicos; aguantar las burlas de los compañeros que al principio le llamaban “el parisino” porque antes vivía a las afueras de París o conseguir su admiración y respeto al conseguir venderles boletos a los extraños hermanos Crinchon, después de atreverse a llegar hasta su casa que “es como una que sale en una película que no me dejaron ver entera porque es una película que da miedo, con una vieja que mata a una mujer en el hotel de su hijo”...
Sin raíces en el pueblo, un padre siempre ausente y una madre poco partícipe a inmiscuirse en el entorno rural que la rodea, a Jean-Pierre, para integrarse, no le queda más remedio que hacer lo que hacen los demás, o sea, hacer lo que hace su mejor amigo, Cyril: ir a catequesis, cantar en el coro de la iglesia, trabajar en la granja de los Gérard durante los fines de semana y las vacaciones, hacer de monaguillo en las largas e interminables misas de los domingos a cambio de la consabida moneda y alguna que otra incursión al vino de misa y las hostias sin consagrar, o vivir experiencias nuevas como fumar a escondidas y vigilar a los mayores mientras hacen “guarradas”.
Cuando Jean-Pierre está solo, es decir, cuando Cyril no está con él, todo es diferente. En casa es un niño serio y formal que pasa el tiempo leyendo cómics de Atomicman, su superhéroe favorito, o viendo en la televisión documentales sobre animales y películas mientras espera levantado junto a su madre a que su padre regrese del trabajo. El niño adora a su madre, moderna y tolerante, y siente una gran admiración por su padre, al que apenas ve. Su ausencia es realmente significativa, no sabemos ni cómo es, de hecho Mardon no llega a mostrarnos en ningún momento su rostro. Jean-Pierre imagina que su padre es como Atomicman, que debe renunciar a su familia porque tiene un destino que cumplir. Sin embargo, es capaz de comprender que algo no funciona cuando oye los mutuos reproches que se hacen sus padres o cuando su madre le lleva al cine y le hace regalos para que guarde ciertos secretos.
Como alternativa a aburrirse en casa, le gusta pasear por el campo e internarse por el bosque, dando rienda suelta a su imaginación en la que tienen cabida desde tsunamis a anacondas, desde bisontes en las praderas a acantilados frente a mares embravecidos, desde aves del paraíso a superhéroes y caballeros medievales... Una de mis viñetas favoritas es precisamente ésta, que ocupa toda una página y que, salvando todas las distancias del mundo mundial, me recuerda a la página iluminada de un códice miniado o de un libro de horas, con sus decoraciones marginales que parecen sacadas de antiguos tratados de botánica y zoología, y en donde los elementos iconográficos del paisaje de fantasía que se reproduce se corresponden con los del imaginario de Jean-Pierre.
Y es que la vida en el campo lleva implícitas interesantes historias llenas de tópicos y tipismos que no son sólo estereotipos, sino el reflejo de una cotidianidad. De hecho, la estancia de Jean-Pierre en el pueblo sirve de excusa a Grégory Mardon para mostrarnos gráficamente el paso del tiempo, cómo éste transcurre en la comunidad a través de las actividades agrícolas que se realizan siguiendo el compás de las estaciones y en los cambios que se reflejan en la detallada descripción de los paisajes. Se nota la experiencia de Mardon como creador de escenarios: sabe captar la esencia de cambios apenas perceptibles, la incidencia de los factores atmosféricos, anticipar la llegada de la primavera sustituyendo el gris predominante por una explosión de colores, sonidos y olores que se harán más patentes durante el verano...
El autor ha preferido que sea el protagonista quien nos narre la historia en primera persona. Las referencias a hechos que ocurrieron realmente (“¡Bajad de ahí o acabaréis como el hijo de Romy Schneider!”) y la descripción física de una región que Mardon conoce bien porque nació allí, confieren cierta verosimilitud al relato e incluso le dan un aire autobiográfico. Las explicaciones son sucintas y su estilo directo, sin florituras. No son los cartuchos de texto los que nos cuentan lo que Jean-Pierre siente a cada momento: el miedo a regresar a casa después del colegio, cuando ya ha oscurecido; los remordimientos por actos cometidos que ya no tienen remedio; la repulsión hacia determinadas maneras de sacrificar a los animales; el temor a que su padre se marche, como un león viejo a quien el joven consigue echar de la manada, condenándole a ser devorado por las hienas; la evidencia del complejo de culpa tras descubrir que Cristo “sabe todo lo que hacemos” y “sabemos que nos mira cuando se abren las nubes un poco para dejar pasar un rayo de sol que ilumina el paisaje”; la fría despedida que no deja aflorar la tristeza... Los verdaderos protagonistas a la hora de mostrarnos sus pensamientos y la peculiar manera de percibir la realidad que le rodea son el dibujo y, sobre todo, el color. Un color que puede parecer excesivamente saturado en ocasiones, pero es precisamente esa viveza la que necesita el texto para conseguir resaltar el impacto visual de determinadas escenas que se nos muestran a través de los ojos de un niño. Esta visión es la que le atribuye valor simbólico al color, que se convierte en un icono que nos ayuda a identificar la realidad (la tierra es marrón, el cielo es azul, la hierba es verde, la lluvia es gris, la sangre roja...) tal y como la interpretaría un niño.
Después de todo, el cómic de Grégory Mardon nos habla de la capacidad de adaptación del niño a los cambios que, una vez más, le toca vivir. Al final, y como siempre suele ocurrir, la frialdad del hogar se enfrenta al brillante colorido del paisaje que puede observarse a través de la ventana. Sólo hay que escapar de uno para encontrarse con el otro.
Podría estar horas hablando de los recuerdos que me ha traído Lecciones de vida, pero no les toca a ellos sino a los de los de la propietaria del cómic servir de colofón. Me había comentado la feliz casualidad de comprobar que en el pueblo de Jean-Pierre, al igual que en el suyo, los niños y niñas celebraban en la escuela las festividades de Santa Catalina (el 25 de noviembre) y San Nicolás (el 6 de diciembre). Aunque el día de Santa Catalina las niñas no regalaban postales para saber quién las quería y quién no, según la tradición ese día ellas y sus maestras festejaban a su patrona yendo a merendar al río Servol un “pastisset de Santa Catalina”, un pastel de merengue que todas llevaban dentro de la caja de zapatos de Barrobés que habían estrenado ese mismo día.
Hay que ver lo que une tener tradiciones comunes: nos hacen sentir que estamos en casa, a pesar de estar siempre tan lejos.
Hay que ver lo que une tener tradiciones comunes: nos hacen sentir que estamos en casa, a pesar de estar siempre tan lejos.
Sabía que el post era tuyo. Por el buen gusto?
ResponderEliminarAhora estoy con una novela gráfica que se llama "Quiéreme mucho" dura, sobre el maltrato de la mujer.
No me acuerdo si la habeís tocado.
Os hice caso en Volatil de Jaime Duran y eso que era reacio. Muy bueno, encantado.
Un beso,
José Andrés
PD. El sábado igual con Donna Leon y el Miercoles, con uno de mis autores preferidos Michael Conelly.
Qué pelota me has salido. Ya sabía que el sábado no te la perderías. Lo del miércoles no lo tenía tan claro, porque entre semana siempre es más difícil conseguir un hueco, por el trabajo y esas cosas. Qué envidia más sana! No dejes de contárnoslo todo y de hacer fotos.
ResponderEliminarTomo nota de "Quiéreme mucho".
Me parece perfecto que te haya gustado Volátil. A mí me encantó, la verdad, y lo recomiendo siempre.
Mlts b7s.
Estoy deseando volver a tenerlo en mis manos para una segunda lectura y para un segundo visionado.
ResponderEliminarEsta bien esto del trueque "Mi mama esta en America ..." es también una delicia.