Yo leí Julia y la voz de la ballena en 2009 sin saber que Álvaro Ortiz, nacido en Zaragoza en 1983, ilustrador formado en la Escuela Massana de Barcelona después de estudiar diseño gráfico en la Escuela Superior de Diseño de Aragón, ganador del certamen de cómic del Injuve en las ediciones de 2002 y 2003 y de la Muestra de Arte Joven del Gobierno de Aragón en 2005 y 2006, colaborador en fanzines y publicaciones -en la revista de actualidad musical MondoSonoro o como humorista gráfico e ilustrador en el Heraldo de Aragón-, que ha participado en colectivos como Lanza en astillero o Tapa Roja y publicado Bajo un centenar de cielos con su hermano Miguel Ángel, ya había dado a conocer a Julia en 2004, con Julia y el verano muerto, publicado por la misma editorial y en la misma colección.
En ambos tebeos se cuenta la historia de Matt y Allie, una pareja sin hijos que ya intentó en su día adoptar un niño chino llamado Tchang; pero la cosa no salió bien, ya que Tchang acabó perdiéndose por el camino y nunca llegó a su nueva casa. A Matt y a Allie les gusta viajar, pero utilizando un medio de transporte fascinante: el globo. En busca de ese hijo tan deseado, vuelan a lugares que no tienen sitio fijo y no están en los mapas,"ciudades como colgadas de cien cielos, bosques milenarios habitados y bosques milenarios sin habitar", hasta llegar a esa isla un tanto peculiar que se mueve y va cambiando de lugar siguiendo el antojo de las olas. En ese precioso lugar está el hogar de Loco, el gran amigo de la infancia de Matt, un castillo de altas torres y sótanos subterráneos en los que entra el agua del mar y, con ella, peces en busca de migas de pan, una sirena pidiendo chocolate y pasteles -ya está harta de comer algas-, y una ballena marcada que deja escuchar su triste canto por las noches.
A pesar de su apariencia, el castillo no es sino un orfanato de niños de ojitos pequeños como botones de camisa a los que un barco de más de trescientos años se encarga de traer a la isla, junto con el correo y los suministros. Y de entre todos aquellos niños, Matt y Allie escogen a uno para formar su atípica familia: una niña encantadora llamada Julia, a la que le gustan los tebeos y la película Nosferatu. Así que, tras unos días de vacaciones en el mejor lugar para pasar el verano, los tres regresan a casa, a un mundo muy parecido a aquél en el que Julia había vivido antes..., antes del accidente que acabaría llevándola a la isla de Loco. Y aunque añora a sus antiguos compañeros, las olas del mar rompiendo contra las rocas y la luna enorme que se ve desde la torre del castillo, Julia disfruta de sus padres adoptivos, va al colegio, hace amigos -como Cloe o Will, un dibujante de tebeos que se convertirá en alguien muy especial para ella-, y se divierte como lo hacen los chicos y chicas de su edad, dedicados a salir, beber, hacer novillos... y mirar las estrellas.
Pero aquel año en el que la navidad llegó sin que los árboles dejasen caer sus hojas y el frío hiciera acto de presencia, algo inesperado ocurrió que obligó a Julia a separarse de Will, con quien no volvería a reencontrarse hasta que la intervención del enigmático Señor Mu los hizo inseparables. Es en este punto cuando comienza Julia y la voz de la ballena y, con ella, un largo viaje en el tiempo que gira alrededor de la búsqueda del padre de Matt, desaparecido sin dejar rastro desde hacía más de diez años, cuando salió a pescar como de costumbre en su barco, el Almirante Benbow, y ya no regresó...
Hay historias llenas de poesía protagonizadas por personajes que tienen un encanto especial. Julia es uno de esos personajes llenos de ternura que dejan huella en cuanto acabas de conocerlos gracias a las emotivas palabras de los narradores, primero Matt y luego Will, que nos llevan a descubrir sus secretos y a compartir con ellos vivencias que sólo existen en los sueños, los miedos y los anhelos. Y mientras vamos entretejiendo la trama gracias a los continuos “flashbacks”, en los que los "ya no sé qué te he contado y qué no" dejan paso a los "nunca fui muy bueno contando historias", se suceden los viajes y las historias macabras que se cuentan en cabañas construidas en los árboles y que todo niño aventurero ha deseado tener alguna vez, cabañas en las que es necesario reunirse para imaginar relatos que sólo son posibles en verano, el mejor tiempo para el reencuentro con los que se habían perdido, para leer y vivir novelas que otros escribieron antes -como La isla del tesoro, Moby Dick o Cinco semanas en globo-, para contar cuentos de marineros y ballenas, de piratas y tesoros escondidos, de fantasmas que vienen a reclamar sus deudas a los vivos, de navegantes que abandonaron la tierra firme por el amor de una sirena, dejando tras de sí hijos que, convertidos en adultos, viven con eternas preguntas pendientes de responder, o para inventar historias en las que la fantasía y la realidad se entremezclan y nos llevan a participar en ellas hasta el punto de ver como verosímiles aspectos tan ficticios como la posible convivencia de los vivos con los que no lo están.
Comparar ambos volúmenes es fácil, no sólo por el color -bitono el primero, a color el segundo-, el tamaño -un poco más pequeño el segundo que el primero-, o la edición -mucho más cuidada la segunda, encuadernada, además, en rústica con solapas en las que aparecen sendas espectaculares sirenas-, sino por la evidencia de las diferencias en el trazo, el detalle en el dibujo o la narración, mucho más trabajados en La voz de la ballena.
A la vista de la evidente evolución, una espera que no se haga de rogar demasiado la tercera entrega, deseando con impaciencia más historias de fantasmas como ésas que sólo ocurren en verano, en las que el tiempo parece haberse detenido y avanzado a la vez, y en las que los niños de la isla de Loco siguen siendo niños, aunque empiecen una nueva vida que se parezca a la que vivieron antes.
Me tienes enganchada a tus recomendaciones...
ResponderEliminarGracias
Esa ciudad en el aire y ese viaje marino, suenan de maravilla.
Un beso,
ana
Gracias a tí por leernos, Ana.
ResponderEliminarComentarios como los tuyos son los que animan a compartir lecturas.
Besos,
Susana