Una cree que llega al Saló con los deberes hechos, con una lista impecable de tebeos que comprar y de dedicatorias que conseguir, una lista que reúne a sus autores favoritos, a los que ya es asidua, y a otros a los que, con toda seguridad, acabará siendo en adelante. Parece imposible que quede sitio para ninguna compra más cuando te das cuenta, una vez allí, que justo te habías dejado por poner un montón de tebeos imprescindibles, porque siempre hay alguna novedad que se te escapa, más por despiste que por desidia, prefiero pensar. Es entonces cuando aparecen esas sorpresas que una, la verdad, siempre espera encontrar y que son un revulsivo añadido para acudir al Saló año tras año.
Suele pasar con las sorpresas; algunas valen la pena, otras acaban en decepción, pero la mayor parte se convierte en auténtico regocijo, como ha ocurrido este año con Lydie, un éxito rotundo entre los miembros de nuestro grupo. En mi caso concreto, el flechazo fue instantáneo y sucumbí a sus encantos desde que el primer día del Saló me decidí a hojearlo y llevármelo a casa sin pensármelo dos veces. Pasa a menudo, cuando descubrimos algo realmente bueno y contagiamos al resto de nuestros compañeros con nuestro entusiasmo, entusiasmo del que el mismo Jordi Lafebre fue testigo en nuestras colas continuas para obtener un magnífico dibujo con el que obsequiarnos y obsequiar con el codiciado tesoro a las personas que realmente apreciamos.
Porque, mires por donde lo mires, Lydie es un auténtico tesoro: un libro que emociona con sólo tocarlo, desde la portada en la que ves incluso lo que no existe, hasta la dedicatoria en la que el guionista habla de los ojos de su padre, enfermo de cáncer. Cada palabra, cada dibujo, mueve en ti un montón de esas fibras sensibles de las que estamos hechos los humanos y de las que vamos teniendo cada vez más, y más sensibles, conforme vamos cumpliendo años y viendo cómo nos van dejando, con el transcurrir del tiempo, personas a las que quisimos y a las que nos negamos a dejar marchar para siempre.
Publicado en Francia por Dargaud y en nuestro país por Norma Editorial, con texto de Zidrou -sobrenombre de Benoît Drousie-, el prolífico guionista belga afincado en Ronda, y el magnífico dibujo del catalán Jordi Lafebre, Lydie es un hermoso relato, dulce y amargo y tierno y cruel al mismo tiempo, porque habla de la muerte y cómo ella está presente en cada momento de nuestras vidas, pero también del deseo de preservar la felicidad de aquellos que realmente la merecen.
La historia de Lydie transcurre en un callejón sin salida de un pequeño pueblo que bien podía ser francés o belga de los años 30 o, por qué no, cualquier otro que se nos antoje más próximo en el espacio y en el tiempo y nos sea, por ende, más querido. Un lugar en el que todos se conocen, se aprecian, se toleran y se respetan, más allá de los vínculos familiares y los lazos de amistad. En la pared del muro que cierra la calle hay pintado un anuncio de jabón que tiene como protagonista un bebé a quien alguien pintó hace mucho unos bigotes negros. Lejos de incomodar a los vecinos, el anuncio y el bebé bigotudo han pasado a identificarles, hasta el punto de que la calle es conocida por todos como “el callejón del bebé con bigote” y los que en él viven “bigotudos”, un apelativo que no sólo no les ofende, sino que les enorgullece y sirve para diferenciarlos de los “sin-bigotes”, o sea, de todos los demás.
Todo lo que sucede a su alrededor, como en un microcosmos, tiene una testigo de excepción, una virgen que vive en el callejón desde mucho antes que sus vecinos, a los que observa atenta desde su hornacina, sin olvidar ni un momento sus propias desgracias. Alguien muy especial para narrar la deliciosa historia de alguien que también lo es, Lydie.
La acción comienza el 26 de febrero de 1932. Ese día de invierno fue “un mal día para los recién nacidos”. Lydie, la hija de Camille, muere durante el parto a pesar de los esfuerzos del doctor Fabian, a quien todos llaman doctor Fantasía, para evitarlo. La angustia de la joven madre, una “pobre de espíritu” que perdió a su madre al nacer, parece no tener consuelo. Sin embargo, dos meses más tarde, llena de alegría, sorprende a sus vecinos al anunciarles que los ángeles le han devuelto a su hija. Cuando Camille les comunica que su hija ha regresado, sus vecinos, lejos de pensar en la locura de una mujer desesperada, deciden seguirle la corriente y jugar con ella un juego que durará toda la vida, en un acuerdo tácito del que nadie habla pero en el que todos están conformes y en el que un simple cruce de miradas cómplices lo explica todo.
Bien es cierto que el relato de Zidrou no sería el mismo ante nuestros ojos si papa Chu-chú, la señora París, los cuatro niños Aymard, la señora Fabian, Huguette y Thèophile, la pequeña Catherine y sus amigas, Irène, Víctor y Alexandre Lefort, el señor René y tantos otros no tuvieran el, ahora ya, inconfundible trazo de Lafebre. Una ya no puede imaginar el mundo de Lydie sino con los personajes y escenarios que Lafebre ha recreado y, sobre todo, no puede imaginar otro color, ese color cálido lleno de claroscuros y reflejos que imprime a sus ambientes, pero también el de los tonos que adquieren los momentos de desánimo frente a la explosión de luz y vivacidad de los momentos felices. Es realmente capaz de construir gráficamente un pueblo que se asemeja en mucho al de nuestros abuelos, aquél en el que pasábamos las vacaciones de niños y en el que convivíamos con costumbres que hoy ya se han perdido, pero que perduran en nuestra memoria. Cada viñeta es un retrato fiel de una realidad, como en las fotos antiguas, un pequeño retazo de una época y de unas costumbre sociales sobre las que guionista y dibujante se han documentado profusamente: como la del cuarto de costura en el que la máquina de coser era el centro de atención; como la de fotografiar a los muertos, que recibían el pésame de todos los vecinos en su propia casa, donde los velaban mujeres de luto riguroso y cabezas cubiertas por pañuelos negros que cubrían los espejos para evitar los reflejos; como la de colocar en las calles imágenes de sus patronos, santos o las vírgenes que desde sus capillitas habrían de guardar por el bien de los vecinos; como la de jugar de niños en la calle, a la comba o a ese juego de significado tan perturbador que es la rayuela, en donde el mismo camino sirve para alcanzar el cielo y regresar a la tierra; como la de juntarse en un lugar tan emblemático como el Café Lefort, mitad taberna mitad tienda de ultramarinos, un auténtico punto de encuentro donde todo se sabe, se chismorrea o se planifica para el bien de todos, o como la de conmemorar y celebrar fiestas que mantienen el espíritu de unidad entre los miembros de la comunidad...
Y es que Jordi Lafebre es uno de esos artistas cuya trayectoria una lamenta haberse perdido y no haber descubierto antes. Durante años ha publicado sus trabajos en revistas, ha participado en proyectos colectivos como el del desaparecido Santi Navarro, Lovexpress. Sin Comunicación no hay amor, o del más reciente Barcelona TM, de Norma Editorial, de cuyo elenco de autores forma parte, y ha hecho sus incursiones en el campo de la animación (como el cortometraje “Con mi salud no se juega”, una campaña informativa de denuncia del monopolio de la distribución farmacéutica) o en la literatura infantil (como en “¿Dónde van las cosas que se pierden?”, con Moni Pérez para Ediciones Beascoa).
Zidrou encontró a este profesor de la Escola Joso gracias a El mundo de Judy, su serie en Mister K, la desaparecida revista de Ediciones El Jueves destinada al público infantil y juvenil, según podemos leer en la entrevista que aparece en la página de la editorial francesa. Desde entonces se han sucedido sus proyectos comunes para el mercado francés, materializados hasta el momento con Lydie y los álbumes colectivos publicados en Francia por Dupuis en su colección “Auteurs”, “La vieille dame qui n'avait jamais joué au tennis et autres nouvelles qui font du bien” y “Joyeuses Nouvelles pour petits adultes et grans enfants”, consiguiendo el reconocimiento que merece su excelente trabajo, que, sus ya incondicionales seguidores, esperamos poder ver publicado en nuestro país en un futuro no muy lejano.
Disfrutad de Lydie; es una auténtica delicia.
tebeo güenismo :D
ResponderEliminarLo tengo en francés y he notado que Norma lo ha publicado más pequeñ, pero el precio no era más pequeño. No sé, se habrán olvidado XD Qué por qué compro en francés, me dicen. más grande, igual o más barato, nunca te dejan tirado y tengo acceso a 1000 integrales. Y encima aprendo francés disfrutando.
Pues sí, en eso tienes toda la razón. Yo ya tuve ocasión de comprobarlo con los ejemplares de L'écorché (Dupuis) y En carne viva (Astiberri). A la vista de lo visto, hubiera preferido que hubieran conservado el mismo formato que se publicó en Francia y que evidentemente es mucho mejor para los lectores, sobre todo porque con él se valora más el trabajo de los dibujantes.
ResponderEliminarNorma va a publicar ya mismo una versión extendida del comic. Tú reseña me a animado a comprarlo. Espero disfrutarlo al menos tanto como parece que lo hiciste tú. Un saludo.
ResponderEliminarPuedes estar seguro de que disfrutarás de la lectura. No sé exactamente cómo será la nueva versión extendida de Norma, pero si aún no has leído Lydie, yo que tu no dejaría pasar la oportunidad.
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