Mi profesor de lengua y literatura castellana, que a la postre era el catedrático del departamento, nos sorprendió el primer día de clase, en primero de B.U.P., hablándonos en catalán, y no dejó de hacerlo nunca, ni cuando impartía sus clases. Para nosotros, pobres estudiantes llegados de colegios nacionales (ahora los llaman públicos) nos asombraban este tipo de novedades, al igual que nos llamaba la atención ser la primera promoción completamente mixta que acudía a un instituto al que todos habían conocido, y siguieron haciéndolo años después, como “el masculino”, por las mismas razones obvias por las que existía “el femenino”.
La irrupción de mujeres (aunque sólo tuvieran catorce años) provocó un gran cambio en el instituto, no sólo porque las obras (necesarias en el gimnasio, los vestuarios y los servicios) provocaran que durante aquel curso la gimnasia fuera una asignatura teórica (aquel fue el primer y último año que fui a clase, porque yo, en realidad, estaba exenta por padecer escoliosis), sino porque obligaban al bedel, Manolo, (que en realidad se llamaba Desiderio) a custodiar la puerta de los aseos cuando entraban las chicas para impedir el paso a los chicos, y viceversa, claro.
Las clases de lengua castellana en catalán no serían las únicas aportaciones del profesor a mi azarosa vida de estudiante. El famoso primer día de clase, al pasar lista, le llamó atención mi apellido, no excesivamente común, al menos en mi ciudad. Y tras la eterna pregunta “¿De dónde eres?” y la eterna respuesta “pues de aquí”, continuó preguntándome si sabía que significaba mi apellido, a lo que yo contesté que no, y fue entonces cuando planteó una cuestión que cambiaría mi vida: “¿Y no has tenido nunca curiosidad por saber qué significa?” Ante mi respuesta negativa, cabeceó y dijo: “Si no sentimos curiosidad ni por nosotros mismos, mal va la cosa”. Cuando vio mi cara de consternación, me explicó por qué mi apellido se escribía así y no de otra manera y qué significado tenía, y yo volví a casa aquel día con una historia que contar a mi familia y un resquemor en la conciencia, el que provocaba la curiosidad y el ansia de conocer.
(Foto Consuelo Bautista)
El curso transcurría sin más sobresaltos hasta que un día el profesor llegó con un listado de libros entre los que había que escoger dos de lectura obligatoria, uno de ellos necesariamente en catalán. Era más o menos conocido por todos que los métodos del profesor chocaban un tanto con los del resto de miembros del departamento e incluso diría con los del claustro de profesores, no sólo porque nos animaba a leer libros en catalán en la asignatura de lengua castellana, sino porque uno de los libros en castellano que recomendaba era una novela policíaca: Asesinato en el Comité Central, de Vázquez Montalbán, cuya primera edición, publicada por Planeta, salió a la calle en marzo de 1981. Con su recomendación no sólo reconocía que la novela negra era literatura con mayúsculas y no un género menor, sino que nos instaba a conocer una época histórica que habíamos vivido sin darnos apenas cuenta y en un momento de cambios del que, lo quisiéramos o no, éramos partícipes. No sé si el departamento consideraba “políticamente incorrecto” el libro o porque era una novela de detectives, o porque describía escenas de sexo explícito (a los 14 años todo era explícito y no era plan corrompernos tan pronto) o porque la historia estaba escrita por un miembro del PSUC (estábamos viviendo la transición, pero aún quedaban muchos cambios por hacer. Tened en cuenta que estoy hablando del curso escolar 1980-1981 y lo que estoy contando ocurrió, concretamente, después del 23 de febrero de este último año).
Por cierto, ni se os ocurra calcular mi edad.
La cuestión es que se planteó la posibilidad de cambiar la novela de la discordia por otra, pero el profesor no transigió y los alumnos tampoco; de hecho la mayoría eligió “Asesinato en el Comité Central” como lectura obligatoria. Yo, entre otros.
Así pues, desde estas páginas que él no leerá nunca, agradezco a mi profesor que me motivara a tener curiosidad por lo que nos rodea, a valorar mi lengua materna y a aprender a hablarla y escribirla correctamente, pero, sobre todo, a reconocer en la literatura un mundo apasionante.
Porque, evidentemente, en los ratos libres que mis obligaciones escolares me lo permitían me lanzaba a las bibliotecas, no sólo a leer las aventuras de Pepe Carvalho, sino también todo tipo de novelas policíacas (la paga semanal a los 14 años no daba para mucho).
Uno de los momentos más felices de mi vida tuvo lugar el 9 de mayo de 1985. Se celebraba en mi ciudad una de las primeras ferias del libro y ese día Manuel Vázquez Montalbán acudía a firmar ejemplares de su obra. Allí me tenéis a mí, indecisa, con “Los mares del Sur” en la mano, en una edición de bolsillo publicada por Planeta (la paga semanal a los 18 años aún daba para menos), esperando que naciera en mí la valentía necesaria para decidirme a plantarme en su caseta y solicitarle una dedicatoria. Siempre fui una niña tímida, una adolescente tímida, una joven tímida y una adulta tímida (bueno, ahora ya no tanto), pero aún recuerdo cómo me temblaban las manos y las piernas cuando cogió mi libro, estampó su dedicatoria y me lo devolvió mientras me decía algo parecido a “Que disfrutes de la lectura”. Digo yo que diría algo parecido porque ni lo oí, flotando como estaba en una nube, mirándolo con los ojos abiertos como platos y una cara de alucinada increíble, pasmada ante lo que se estaba produciendo. Ni siquiera podía creerme, a pesar de estar viéndolo con mis propios ojos, que Vázquez Montalbán estuviera allí.
Y pasó el tiempo. Y La Soledad del manager, La rosa de Alejandría, El premio, El quinteto de Buenos Aires, y tantas otras aventuras de Carvalho se alternaron con O César o nada, El pianista o Galíndez.
Sin embargo, no puedo dejar de pensar en los buenos momentos que pasé leyendo "El balneario” (cómo me gustó esta novela, que obtuvo el Premio de la Crítica de la RFA en 1989), o en la tristeza que me invadió al leer El hombre de mi vida, la segunda parte de Los mares del Sur, con la que Vázquez Montalbán puso fin a las aventuras de su personaje más conocido. Como homenaje al investigador privado de origen gallego lo leí escuchando a “Luar na lubre”, para convertir la tristeza en melancolía.
Con el fin de Carvalho no tuve más remedio que reconocer que había terminado en mí una época y que ya había llegado el momento de empezar a sacar a la luz los recuerdos, como si se hubiera cerrado un círculo que empezó y acabó con un autógrafo, el de mi dedicatoria de “Los mares del Sur” y el que aparece en “El hombre de mi vida”: “… y yo, sin embargo, guardo con cariño su autógrafo…”
Como leí en una noticia extraída de la web de la librería Negra y Criminal en el blog de José Andrés referida al programa de BCNegra 2007 ( Encuentro de novela negra de Barcelona): “El fenómeno Carvalho contribuyó enormemente al resurgimiento, durante los años setenta, del género literario negrocriminal europeo, y se convirtió en una parte significativa de la educación sentimental de varias generaciones de lectores”. Una verdad como una casa.
A estas alturas de mi vida aún no he llegado, evidentemente, a los Mares del Sur, pero estoy en ello.
Encantado con la claridad en que expresas tus sentimientos. He de reconocer que a mi de "Manolo" me interesaron sus "Carvalho" principalmente y los recorridos que hacía por mi BCN; desde que murió, cada año reviso una de sus obras. Casi siempre a final de año, como el presentimiento del aniversario de su muerte.
ResponderEliminarCon decir que me parece que de "Los Mares del Sur" tengo 5 ó 6 ediciones.
Gracias, Susana.
Un saludo desde BCN,
José Andres
Gracias a ti por darme la oportunidad de compartir tus libros favoritos y tus lugares amigos y, sobretodo, de “picar” mi curiosidad.
ResponderEliminar¡Qué suerte tienes de vivir en la BCN que se describe en tantas novelas negras!