El libro, el tomo 1 de Horas Juveniles de la Colección Mensajero Juvenil, llegó a nuestra casa, junto a su hermano, el tomo 2, un día de principios de los años 70. Apenas habíamos aprendido a leer y aquéllos fueron nuestros primeros libros, el regalo de un amigo de nuestro padre, el señor Vicent, el mismo que nos había proporcionado el número 5 de la revista El Globo (aquí, aquí y aquí) y otras tantas historias gráficas del oeste que me provocaron no pocas pesadillas y acabaron corriendo una suerte terrible a manos de nuestra madre.
Publicado por Ediciones Mensajero, los dos tomos reunían cada uno de ellos 8 números publicados a lo largo de los años 1967, 1968 y 1969 como complemento a la revista Mensajero. Cada número estaba dedicado a una profesión e incluía los artículos que cabía esperar en una publicación jesuita como ésta, pero también temática de otra índole, con secciones dedicadas a la Historia, al Arte, la Música, la Ciencia, la Geografía, los Descubrimientos, los Deportes, el Cine, así como curiosidades y pasatiempos, desde experimentos científicos a juegos de lógica en los que había de aguzar el ingenio. Las revistas nos mostraron qué ocurrió en el mundo aquellos años de finales de los sesenta. Con ellas supimos de las Olimpiadas de México de 1968 y de la “inminente” llegada del hombre a la luna; descubrieron a nuestros ojos la existencia del Imperio Inca y de un lugar llamado Machu Picchu; nos dieron a conocer cómo fue el rescate de Abu Simbel, la historia de la navegación, la aviación o el ferrocarril y la teoría de la relatividad de Einstein; nos permitieron, al menos con la imaginación, vivir la aventura de conquistar el Polo Sur con Admundsen y Scott, de escalar el Everest con Hillary y Tenzing o de explorar el mundo submarino; nos aficionaron a los fósiles y nos interesaron por la Ciencia y la Historia en mayúsculas.
Sin embargo, lo que más nos gustaba a los tres de aquellos libros era encontrarnos en cada uno de los números con aquellas historietas divertidas e ingeniosas, llenas de un humor un tanto estrambótico, cuya lectura se nos hacía demasiado corta a veces, y con las ilustraciones a doble página sobre la vida en la Prehistoria y la Edad Media.
Al principio éramos demasiado pequeños para darnos cuenta, pero conforme nos íbamos haciendo mayores comenzamos a preguntarnos quiénes eran los autores de aquellos dibujos que habían llenado nuestras mejores horas siendo niños, quiénes eran Francis, Erik, Martial o Gotlib, los nombres que firmaban las clases magistrales del profesor Frédéric Rosebif sobre El Camaleón y El avestruz; los inventos del Sr. Regúlez; los casos de Megalito, el agente secreto de la Edad de Piedra, o las aventuras del Capitán Tafia. De ellas y de sus autores tratan este post y otros que le seguirán.
Iniciamos la serie con Francis, el autor de El invento del sr. Regúlez. Rechonchete, con bigote y gafas redondas, ataviado con traje y corbata y un bombín con el que cubría en ocasiones una severa calvicie -un estilo gráfico muy peculiar y un trazo fácilmente reconocible en los rasgos de los que vinieron detrás: “Monsieur Goular”, “Monsieur Gouchu” e incluso el “Capitaine Lahuche”-, el sr. Regúlez -“Monsieur Bulle”- era el protagonista de una disparatada y caótica aventura que se iniciaba tras la infructuosa visita a un empresario que había rechazado su oferta de dedicarse a la prestidigitación. La falta de trucos originales era la causa principal del rechazo. Desmotivado en un primer momento, Regúlez se decidió a solucionar el problema construyendo un artilugio espectacular, una máquina del tiempo capaz de hacer volver al momento actual a destacadas personalidades del pasado, como el pianista Schubert, su ídolo. Claro que pronto de aquel “aparato fotográfico estereoscópico que proyecta una imagen paleo-virtual de los grandes hombres del pasado” y que más parecía un piano, comenzaron a salir conocidos personajes: un hiperactivo Schubert, pero también un escéptico Julio César, un exaltado Napoleón Bonaparte, un emocionado Arquímedes o un consternado Hamlet, decididos todos ellos a terminar con éxito, en esta segunda oportunidad que el destino les ofrecía, todo lo que pudieron hacer en vida, ya fuera acabar una sinfonía, recomenzar la batalla de Waterloo o poner en práctica la versión moderna del recién descubierto principio de Arquímedes.
Al principio éramos demasiado pequeños para darnos cuenta, pero conforme nos íbamos haciendo mayores comenzamos a preguntarnos quiénes eran los autores de aquellos dibujos que habían llenado nuestras mejores horas siendo niños, quiénes eran Francis, Erik, Martial o Gotlib, los nombres que firmaban las clases magistrales del profesor Frédéric Rosebif sobre El Camaleón y El avestruz; los inventos del Sr. Regúlez; los casos de Megalito, el agente secreto de la Edad de Piedra, o las aventuras del Capitán Tafia. De ellas y de sus autores tratan este post y otros que le seguirán.
Iniciamos la serie con Francis, el autor de El invento del sr. Regúlez. Rechonchete, con bigote y gafas redondas, ataviado con traje y corbata y un bombín con el que cubría en ocasiones una severa calvicie -un estilo gráfico muy peculiar y un trazo fácilmente reconocible en los rasgos de los que vinieron detrás: “Monsieur Goular”, “Monsieur Gouchu” e incluso el “Capitaine Lahuche”-, el sr. Regúlez -“Monsieur Bulle”- era el protagonista de una disparatada y caótica aventura que se iniciaba tras la infructuosa visita a un empresario que había rechazado su oferta de dedicarse a la prestidigitación. La falta de trucos originales era la causa principal del rechazo. Desmotivado en un primer momento, Regúlez se decidió a solucionar el problema construyendo un artilugio espectacular, una máquina del tiempo capaz de hacer volver al momento actual a destacadas personalidades del pasado, como el pianista Schubert, su ídolo. Claro que pronto de aquel “aparato fotográfico estereoscópico que proyecta una imagen paleo-virtual de los grandes hombres del pasado” y que más parecía un piano, comenzaron a salir conocidos personajes: un hiperactivo Schubert, pero también un escéptico Julio César, un exaltado Napoleón Bonaparte, un emocionado Arquímedes o un consternado Hamlet, decididos todos ellos a terminar con éxito, en esta segunda oportunidad que el destino les ofrecía, todo lo que pudieron hacer en vida, ya fuera acabar una sinfonía, recomenzar la batalla de Waterloo o poner en práctica la versión moderna del recién descubierto principio de Arquímedes.
Aunque profesionalmente se le conoce como Francis, su nombre era Francis Bertrand. Este dibujante de BD belga, nacido en abril de 1937, comenzó a publicar sus primeros trabajos en 1957, con guiones de Greg -Michel Regnier-, el prolífico autor de Aquiles Talón. Las páginas web consultadas incluyen a Francis en la “escuela de Marcinelle”, creada por Jijé, a la que pertenecían otros tantos dibujantes de BD que trabajaron para la Editorial Dupuis y colaboraron con la revista Spirou, como Morris, Franquin y Will, pero también Peyo, con quien Francis trabajó como asistente, Tillieux, Roba, Derib o Walthéry. A diferencia del estatismo de la “Línea clara” de la “escuela de Bruselas” propugnada por autores como Hergé, el estilo de los de la de Marcinelle se caracterizaba esencialmente por un dibujo humorístico y caricaturesco lleno de dinamismo, no exento de realismo en ocasiones.
Francis publicó historietas cortas de sus personajes -“Lahuri” (con guión de Vicq), “Jett Parther”, “Mr. Bouchu” o “Pat Cadwell”- en las revistas semanales más importantes de los años 60: Tintin (de Le Lombard), Pilote (de Dargaud), J2 Jeunes y J2 Magazine. En 1964, en el número 35 de Record, aparecieron las cinco páginas de ”L'invention de monsieur Bulle”, que nosotros conocimos como El invento del sr. Regúlez. Sin embargo, sería en la revista Spirou, donde Francis colaboraría con el guionista De Gieter (“Pony et le docteur Protoxyde” y “Rapataban et le grain de sable”), publicaría las historias de “Homme du château” (el propietario de un castillo inaccesible, Mr. Picotin, pretende librarse de él a toda costa), “Capitaine Lahuche” (con guiones de Brouyère, Bruno, Mittéï y Lemasque; cuenta las aventuras de la peculiar tripulación de un remolcador, el Tyran d'eau, que en realidad se dedica al transporte de viajeros, entre los que destaca un excéntrico millonario inglés) y “Soldats de plomb” (gags de media página sobre el ejército) y, sobre todo, su serie de más éxito, “Marc Lebut y su vecino”, creada en 1963 para la revista Record y cuya idea retomaría nuevamente en 1966 para la revista Spirou, esta vez utilizando guiones de Maurice Tillieux, el autor de Gil Pupila.
Cuando en 1978 murió Tillieux, Francis continuó en solitario las extraordinarias aventuras protagonizadas por el inaguantable Marc Lebut, su sufrido vecino, Mr. Goular -un pobre hombre que no sabe decir no y menos al pelmazo de Lebut- y un magnífico Ford T de color rojo. Las situaciones absurdas y desconcertantes a las que se ve abocada esta extraña pareja para conseguir el preciado Ford T recordaban en ocasiones la comicidad de los gags de las películas de cine mudo. La serie fue publicada por Dupuis entre 1968 y 1980 en catorce álbumes; Récréabull sacó a la venta en 1986 un único álbum con guión de Lucien Froidebise, mientras que la Editorial Le Coffre à BD ha recopilado y reeditado en ocho integrales la serie aparecida en Spirou entre 1966 y 1977. Ninguno de los otros trabajos de Francis Bertrand, fallecido el 26 de octubre de 1994, tuvo tan buena acogida.
La información utilizada se ha obtenido en parte de las siguientes fuentes. Podéis consultarlas para saber más de ese autor de BD un tanto olvidado:
La información utilizada se ha obtenido en parte de las siguientes fuentes. Podéis consultarlas para saber más de ese autor de BD un tanto olvidado:
- http://lambiek.net/artists/f/francis.htm
- http://www.bedetheque.com/auteur-2880-BD-Francis.html
- http://www.bdoubliees.com/journalspirou/auteurs2/francis.htm
- http://bdretrogrosnez.canalblog.com/archives/2010/05/21/17939769.html
- http://www.worldlingo.com/ma/frwiki/es/Marc_Lebut_et_son_voisin
- http://fr.wikipedia.org/wiki/Marc_Lebut_et_son_voisin
¿Cuantas veces los habremos leído?, unas 100 por lo menos.
ResponderEliminarVaya..., creo que se me ha caido una lagrimita.
Creo que 100 son pocas, si tenemos en cuenta el estado actual del regalo más amortizado de cuantos hemos recibido.
ResponderEliminarCuántos recuerdos, eh?
Otra lagrimita más para la "cole".