Una ya no tiene edad de creer en Papa Noel, pero cuando en esas fechas alguien le hace un regalo inesperado, esa una empieza a pensar que quizás debería comenzar a replantearse sus tan arraigadas creencias.
Y es que en las pasadas Navidades ha habido mucho de eso, de regalos inesperados, largamente deseados. Primero llegó el Dorian Gray, de Enrique Corominas, y, un poco más tarde, un álbum totalmente distinto: Aurore, de Enrique Fernández.
Publicado el pasado mes de diciembre en la Colección Métamorphose de Éditions Soleil, éste ha sido el primero, de los dos álbumes en los que ha estado trabajando últimamente Fernández, que ha salido a la venta en el país vecino, propiciando la presencia del autor en la 39ª edición del Festival International de la Bande Dessinée de Angoulême, en donde esperamos este año conseguir alguna de sus magníficas dedicatorias. Pronto también el segundo de sus trabajos, el primer tomo de Les contes de l'ére du Cobra, se convertirá en un nuevo deseo publicable, ya que según la Editorial Drugstore estará en las librerías francesas el próximo mes de abril.
Después de Dorothy -El Mago de Oz- y de Eli -La isla sin sonrisa-, también en esta ocasión la nueva heroína de las historias de nuestro incondicional Enrique Fernández es una pequeña de armas tomar: Aurore, la única de su especie que puede impedir la desaparición de su tribu, mostrando lo que tiene de maravilloso su existencia, con una canción que resume las mejores cosas de las que son capaces los humanos. Una canción que no todos podrán entender, pero que debe ser capaz de emocionar a los que la escuchen y de transmitirles valores y tradiciones que se creían olvidados.
No es una tarea fácil para esta niña atrapada entre dos mundos, el de los vivos y el de los muertos, descubrir qué tienen de bueno los humanos, cuando lo ignora todo sobre ellos y sobre sí misma, y cuando ni siquiera los espíritus de la naturaleza quieren colaborar. Mientras unos reprueban su actitud -como el del agua-, otros les temen -como los de los bosques-, y los hay que incluso les ignoran -como los de las piedras-. Ninguno de esos espíritus, que para gran parte de la tribu sólo vivían en las canciones infantiles de la tradición oral transmitida de padres a hijos, está dispuesto a hablar bien de quienes desde siempre sólo han querido dominarles y destruirles, incapaces de convivir en armonía en el mundo que se ven obligados a compartir.
Bastante difícil es para Aurore -que no recuerda quién es ni cómo ha llegado hasta allí-, asumir que tiene que escribir una canción sobre algo que desconoce. Pero no estará sola. Moma, la hechicera de la tribu, encomienda a Vokko, un gran lobo en quien confía plenamente -y el único ser con el que Aurore puede comunicarse-, la ardua tarea de guiar a la pequeña en el proceso de aprendizaje y descubrimiento -con verdadero asombro por su parte en ocasiones- de la esencia de su pueblo, mientras recorren juntos el mismo camino que ya han emprendido sus padres.
Decididos a descubrir el origen de aquel extraño río dorado que llegó hasta el poblado y se llevó a su única y deseada hija-, los padres de Aurore asumieron la responsabilidad de dar respuestas a preguntas que no las tenían y encontrar lo único que les importa, aunque para ello tengan que enfrentarse a situaciones peligrosas y a un ser realmente maligno: Birka, le mesquin, el hombre pájaro, capaz de transformarse para engañar a los hombres una y otra vez.
Todo había comenzado cuando llegó la escasez y la tribu, dedicada a cazar, pescar, recolectar y rezar a sus dioses ancestrales, dejó de estar unida ante la adversidad para dividirse entre los que había dejado de creer en los antiguos espíritus y lloraban lamentando su mala suerte, deseosos de marcharse a otro lugar, y los que continuaban creyendo y luchando por su supervivencia, dispuestos a quedarse en las tierras de sus antepasados, apegados a sus tradiciones. Para solucionar el conflicto, Moma había pedido ayuda a los espíritus, con los que se comunicaba a través de los sueños, pero también el mundo de los dioses vivía amenazado por una gran grieta. Preocupados por sus propios problemas, los antiguos espíritus abandonaron a los humanos a una suerte incierta de la que sólo Aurore, con una canción que testimonie el respeto de los hombres hacia los ancestros, será capaz de librarles.
Desarrollada en un escenario que tan bien sabe recrear Enrique Fernández, de paisajes árticos y auroras boreales, de kajaks y tótems emblemáticos, de casas adornadas orientadas hacia el mar, de acantilados escarpados y crudos inviernos, de morsas de largos colmillos y bosques cuyos árboles crecen con una facilidad pasmosa, de amuletos protectores en forma de pez y raíz y de bestias con la boca abierta que muestran los dientes, de símbolos, mitos y tradiciones ancestrales, pero también del egoísmo y los celos, del orgullo y el sacrificio, y del amor, claro-, la historia está llena de personajes mágicos -los espíritus del bosque y del agua, los dioses ancestrales, el malvado Birka, con su máscara y su atuendo deslumbrante, con los que consigue ocultar su verdadera identidad y engañar a los hombres, tan propensos a cambiar, arrastrándolos hasta sus dominios-, seres fantásticos que nos recuerdan con mucho a los de Hayao Miyazaki que tanto admira el autor.
El estilo gráfico de Enrique Fernández es en esta ocasión muy distinto al que nos tenía acostumbrados. Es cierto que los ambientes están mucho más simplificados, no son tan elaborados como en sus anteriores trabajos, y que las viñetas no tienen tanto detalle, pero permiten resaltar la diferentes personalidades de los protagonistas: Moma, Vokko, Birka, los padres de Aurore y ella misma, a la que ha dotado de una gran expresividad. Y aunque el trasfondo pesimista predomina en el relato, el rojo de las botas de Aurora y de su largo cabello recogido en simpáticas coletas, sus enormes ojos turquesa -por algo es el primer español que consiguió la Medalla de Plata en el 4th International Manga Award que organiza el Ministerio de Relaciones Exteriores de Japón el año pasado- y su habilidad para construir bonitos amuletos, lo llenan todo, como su sonrisa, cada vez más franca y abierta, conforme nos acercamos al final.
Una hermosa historia que nos transporta a un mundo mágico con cada nueva lectura, como sólo Enrique Fernández sabe hacer.
Serre-moi dans tes bras!
Ostras....qué lujo de reseña!! Muchísimas gracias!! :) Nos vemos en Angouleme!
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