miércoles, enero 14, 2009

EL MAGO DESCALZO de Luis Durán

En el artículo titulado "Regale libros (y léalos)", publicado en el suplemento Babelia de El País, su autora, Estrella de Diego, hablaba de cuánta razón tenía Proust en Sobre la lectura, al decir que "de los libros que nos gustaron recordamos más lo que estábamos haciendo mientras leíamos que el contenido mismo del volumen".

Acierta Proust, evidentemente, pero, en ocasiones, la imagen de aquellos días y lugares nos llega indefectiblemente por la vía contraria, a través del libro que nos hizo disfrutar de momentos impagables y de cuyo recuerdo difícilmente podemos sustraernos. Si para mí el del 2007 será siempre el verano en que leí Volátil, la navidad del 2008 será, sin duda, la de El mago descalzo.

Publicado por Ediciones La Cúpula a finales de noviembre pasado, El mago descalzo es uno de esos regalos de Navidad encubiertos a los que Luis Durán ha comenzado a acostumbrarnos y con el que viene a sorprendernos una vez más, precisamente por esos aspectos que hacen que su último trabajo sea tan diferente a los anteriores.

Durán nos cuenta, con una simplicidad sólo aparente, dos historias paralelas que no transcurren en lugares oníricos ni remotos ni están protagonizadas por personajes de un pasado lejano, sino que acontecen en escenarios que nos resultan mucho más próximos en el espacio y en tiempo y que, en el lapso que media entre la Navidad y el Corpus, recrean hechos cotidianos protagonizados por personajes de ficción con grandes visos de verosimilitud junto a personajes reales (Benedicto XV, Sir Arthur Conan Doyle, Madame Blavatsky, Fred Barlow...), alguno de los cuales bien podría ser fruto de la imaginación. Historias lineales que van intercalándose y que no dan pie a flashbacks ni a otros cuentos que se encajan en el relato principal y en las que no hay un narrador que nos cuente la historia ni nos conduzca a través de los pensamientos insondables de los protagonistas y, aunque a veces se echa de menos la poesía de esos textos, esta omisión es una excusa perfecta para que el lector participe, poniéndose en lugar de los personajes, y viva, a través de sus silencios, la inestimable experiencia de convertirse por un momento en temible pirata combatiendo en la nieve contra un enemigo inexistente o en visitante deslumbrado por la ostentosa opulencia del Vaticano.

El mago descalzo es un libro lleno de señales que deben seguirse de manera inexcusable y de demonios que deben ser vencidos, aunque no necesariamente con la espada flamígera de San Miguel Arcángel ni lacerándonos el cuerpo arrojándonos a una zarza como San Benito. Los males que afligen al padre Benigno -el párroco de una iglesia de pinturas románicas murales más próxima al pueblo que a los “mercaderes de indulgencias”- se deben a la entrada en vigor, el día de Pentecostés de 1918, de un nuevo código de derecho canónico que prohibía la exhibición de imágenes de santos en la procesión del Corpus. La parroquia recurre para que se le exima de la prohibición a fin de permitir la continuidad de una de las tradiciones más arraigadas en la comunidad y que forma parte de un bagaje cultural que esos “tenores de púlpitos” parecen no respetar. Ante la negativa del Vaticano, el padre Benigno busca desesperadamente una señal divina que le indique qué decisión tomar, señal que llegará en forma de mariposa viajera cuyo efecto servirá no sólo para despejar las dudas que se le habían planteado, sino para afianzar la confianza en su propia fe, un tanto maltrecha tras la experiencia.

En un paseo por el bosque, tras importunar al único caracol que no se ha decidido todavía a hibernar, Adrián encuentra en la nieve un zapato diminuto, curtido con piel de roedor y desgastado por el uso. El hallazgo lo tiene desconcertado, casi tanto como los números y letras que descubre en el cuaderno de Nicolás, un niño que acaba de llegar al pueblo y que se convertirá en su compañero de escuela, liturgias y juegos. Monaguillo en la iglesia del padre Benigno y ajeno a las tribulaciones del párroco con su código, Adrián es el mejor juglar que podía encontrarse para narrar convencido la apasionante vida de los santos que luchan contra el demonio y, aunque está creciendo, aún es capaz de ver con ojos de niño todo lo que le rodea y de asombrarse ante lo que desconoce. Para Nicolás, obligado a cambiar de ciudad continuamente por el trabajo de su padre, profesor de universidad en excedencia que ahora se dedica a dar conferencias, el piano es como una parte de sí mismo, lo único que permanece a su lado a pesar de los cambios; ha aprendido, por influencia paterna, a ver lo que le rodea bajo el prisma de las matemáticas y la música, de manera que su percepción racional de las cosas le hará ser un tanto escéptico en determinadas materias.

Entre ambos, tan distintos y a la vez tan complementarios, las hijas del zapatero, personajes femeninos a los que Durán confiere, como siempre, una aureola especial: Pipina, la más pequeña, que vive en un peculiar universo hecho a su media, y Circe, la mayor, una astuta “hechicera” que posee una imaginación prodigiosa con la que es capaz de suplantar la identidad de los más estrambóticos personajes, de idear juegos que traspasan el umbral que nos lleva al mas allá, de recortar momentos que quedan petrificados en forma “de las más insólitas, extravagantes e inverosímiles mariposas de papel”, llegando a crear una espectacular colección en la que cada ejemplar de nombre inventado es la mágica consecuencia de hechos intrascendentes, aunque sólo en apariencia; de instantes de la vida que fueron únicos, se repitieron una y otra vez o quizás no existieron nunca; de actos que pueden parecer triviales, pero que pueden provocar cambios que acaban marcándonos para siempre.

Sin adultos que pongan límites a su capacidad para fantasear, la casa de Nicolás se convierte en el lugar ideal para estos cuatro niños, donde se divierten con juegos en los que el mago descalzo irá pasando de mano en mano, como premio que recibe el que supera la prueba de realizar una proeza mayor que la que lograron los demás, hasta que llegue la hora de ser devuelto a su verdadero dueño. Un espacio con el que todo niño ha soñado alguna vez, una gran casa llena de juguetes y de cajas sin abrir con tesoros en su interior pendientes de descubrir y en donde todo está permitido: imitar a los adultos; escuchar música que puede hacerse visible; realizar experimentos científicos que tienen tanto de magia como de milagro -porque todo lo que desconocemos y nos asombra tiene un poco de todo eso-; invocar a los espectros; elucubrar sobre la existencia de las hadas o de la posibilidad de reducirlo todo a ecuaciones matemáticas para, tras deducir su partitura, transformarlo en melodía... un sitio tan fantástico que aún vive en él el fantasma penitente de su antiguo propietario, don Genaro, que gusta de tocar el piano y silbar La Traviata.

El mago descalzo es un libro de miradas que lo dicen todo, como las pinturas románicas que nos aleccionan desde sus muros; de silencios que tienen la peculiaridad de ser escuchados, creando sonidos que van más allá del crujir de la nieve al ser pisada, de los villancicos, de los poemas recitados en voz alta en la escuela, de las canciones infantiles, del volteo de las campanas en la procesión del Corpus, o de la música de una ópera que cuenta una dramática historia de amor.

Al recordar a Ariadna instando a Tobías a leer antes de escribir, una llega a la conclusión que será necesario hacerlo también antes de leer a Durán. Si me gustan sus libros es precisamente por eso, porque su lectura es un continuo juego de guiños, a veces unas pocas palabras, que te llevan inexcusablemente a otros relatos (como el de esa otra “Circe” que sabía hacer bombones en lugar de tartas), referencias literarias que conocemos por el propio autor (Unamuno, por ejemplo), que encontramos camufladas entre inocentes palabras (Alejo Carpentier, por ejemplo), o que nos tomamos la libertad de imaginar a partir de algo tan pequeño como la casita de Gulliver, propiedad de esa gran viajera que es Pipina, en la que podemos ver algo más que la obra de Jonathan Swift. En el interior de la casita hay una figurita del Belén, una oveja, y la mirada sonriente de la traviesa Pipina a través de la ventana nos recuerda la historia de otra niña que jugaba a esconder las ovejitas del pesebre en los lugares más inverosímiles (“Dove sei, pecorella smarrita?”) o la del niño del baobab cuyo rostro se iluminó al imaginarse el cordero que quería dentro de la caja que le dibujó el aviador.

Si en los libros de Durán la infancia siempre había sido el paraíso al que se deseaba volver, en El mago descalzo se convierte en el paraíso que no se desea abandonar. Ajenos a lo que ocurre a su alrededor, sus protagonistas no necesitan retornar al principio de sus vidas caminando en pos de los pasos perdidos, precisamente porque ya se encuentran en él. Claro que ante la amenaza de crecer, siempre es mejor buscar la colaboración de una “Danaidea de los lagos” que nos asegure la permanencia en esa época de nuestra vida en la que fuimos felices y nos perpetúe en los labios una sonrisa enigmática como sólo conservan quienes guardan para sí el preciado secreto.

5 comentarios:

Álvaro Pons dijo...

Gran reseña. Y gran libro.

Mar dijo...

Ya estaba tardando esta reseñita, Susana: ñam, ñam, ñam!!

Besitos

Susana dijo...

Alvaro Pons: Gran libro, sí señor. Es increíble la capacidad que tiene Luis Durán para sorprendernos siempre.

Mar: He tardado un poco, la verdad. Ya sabes el trabajo que dan los niños de menos de 5 años y el de treinta y tantos que tengo en casa ;-)

B7S

ana dijo...

Reseña a la altura del hermoso libro de Luis Durán. Aunque se diga que lo de novela gráfica es un invento del márketing, ¡bienvenido el márketing!, en este caso, por traernos esta maravilla...

Susana dijo...

Gracias por tu comentario Anacrus. Las historias de Luis Durán son siempre hermosas, más de lo que puede parecernos a simple vista. Independientemente de cómo las llamemos (cómics, tebeos, novelas gráficas), leerlas es una experiencia que nadie debería perderse.