Mientras se ojea este cómic, a uno le da la sensación de no poder distraerse ni un solo segundo observando sus páginas, como si observases una especie de rostro camaleónico del que es muy difícil apartar la mirada, pudiendo ver claramente sus perfectos rasgos bien marcados, pero a su vez cambiantes, donde, sin duda, el propio Paul Hornschemeier vuelca sus inquietudes como creador y como persona, algo que por lo que parece es para él imposible separar.
La idea de indefensión y desnudez a la hora de afrontar los inicios en la vida puede trasladarse perfectamente a ese momento de afrontar la creación de cualquier obra, bien sea un cuadro junto a un caballete, o sea un papel junto a una máquina de escribir o un tablero de dibujo. Ahora bien, el que el propio autor defienda esa idea, partiendo de una obra donde lo paradójico de todo ello sea la utilización de toda una serie de recursos de estilo que deja su propia constancia sobre la riqueza del medio en sí mismo, contrastando todo ese buen hacer que se supone que busca enriquecer su creación con todo ello con, por otra parte, ese bloqueo y estancamiento que se nos expone a la hora de enfrentarse a su realización.
El autor plantea sus dudas extrapoladas a sus experiencias y decisiones diarias, pero sobretodo reflejados en sus propios recuerdos. Si en un principio son las conversaciones con su padre las que apuntan que van a servir como catalizadoras, poco a poco se da uno cuenta que son sus marcados recuerdos, propios o ajenos, los que sirven a su vez para facilitar ese juego de estilos tan importante en esta obra. Recuerdos de infancia con los que experimentar ese estilo sencillo pero eficaz a la vez, recordando gratamente a algún que otro clásico autor americano, en claro contraste con ese estilo tan Daniel Clowes que se intuye a lo largo de toda la historia.
El autor plantea sus dudas extrapoladas a sus experiencias y decisiones diarias, pero sobretodo reflejados en sus propios recuerdos. Si en un principio son las conversaciones con su padre las que apuntan que van a servir como catalizadoras, poco a poco se da uno cuenta que son sus marcados recuerdos, propios o ajenos, los que sirven a su vez para facilitar ese juego de estilos tan importante en esta obra. Recuerdos de infancia con los que experimentar ese estilo sencillo pero eficaz a la vez, recordando gratamente a algún que otro clásico autor americano, en claro contraste con ese estilo tan Daniel Clowes que se intuye a lo largo de toda la historia.
Y es curioso como la historia incluida en cierto momento sobre las tres paradojas, trata de la imposibilidad de la existencia del cambio o, dicho de otra forma, del movimiento como algo imposible, y sea precisamente esto lo que más marca a la propia historia. Distintos estilos, con incluso distintas aplicaciones de color o incluso ausencia de él. Limitaciones creativas planteadas como algo paradójico, como algo ilusorio, pero que, como toda paradoja, es indiscutible en su planteamiento, pero siempre discutible en la resolución a ese planteamiento. Una creatividad extremadamente relacionada con el momento, el lugar o la situación, al igual que la dependencia con respecto al tiempo y espacio que tiene la resolución de las paradojas de Zenon.
Parece mentira lo difícil que es hacer una profunda reflexión sobre el contenido de esta historia, dando la sensación a veces de no llegar a ninguna parte, de sólo llegar cada vez a la mitad de la mitad, al igual que las paradojas de Zenon cuando se plantearon en su momento y no se era capaz de alcanzar ese punto final. Al igual que las paradojas, desde un principio se hace casi imposible reconocer ese rostro final que se nos muestra difícil de apreciar, y éste, una vez pasado un tiempo, no acaba por alcanzar ese punto final esperado, esa resolución esperada, como si recorriendo todos los infinitos rostros, todas las infinitas mitades, acabara uno por sumar el recorrido total con el que poder alcanzar el final, el sentido de las cosas, y se quedara atrapado en un círculo que no sabes muy bien hacia dónde va.
Quizás no tan redonda como su Madre, vuelve a casa, de la que ya hablamos hace poco (pinchad aquí), pero no por eso deja de ser una interesante obra. Como bien dice el propio autor, si existe una respuesta a todo esto, debes encontrarla por ti mismo.
1 comentario:
Muy de acuerdo contigo. Se puede decir que leer Las tres Paradojas sin haber leído Madre es como tomar un café antes de almorzar. Gran reseña y enhorabuena por el blog.
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