No es ésta su primera incursión en el mundo del cómic. Es el autor de La guerre du Professeur Bertenev, ambientada en la Guerra de Crimea, publicada en Francia por Ediciones Paquet, dentro de la Colección Blandice, en septiembre de 2006 y galardonada en 2007 con el Prix BD Romanesque en el FestiBD Vile de Moulins, y ha participado en el álbum colectivo “Un jour de mai”, con guión de Régis Hautière, publicado en 2007 por la misma editorial.
Café Budapest, es una de esas narraciones que conmueven y provocan en el lector sensaciones contradictorias. En la portada, el protagonista: la fachada de un edificio, con la puerta abierta, consonantes hebreas en los cristales de las ventanas de la planta baja y un violinista en el balcón, nos da la bienvenida. Porque en la historia con visos de realidad que nos cuenta Zapico todo gira alrededor de este café cercano a la ciudad vieja de Jerusalén, regentado por una familia judía oriunda de Hungría.
Su propietario, Yosef Nâgy, cuyo pasado anarcosindicalista le valió el sobrenombre de León de Budapest, llegó al Mandato Británico de Palestina con su esposa Karola allá por 1935, en una de las aliyá que conducían masivamente a los judíos de la diáspora a la tierra prometida a la que tanto anhelaban regresar (incluso los que, como él, no creían en Dios), huyendo de un gobierno antisemita. Su hermana, Sherintza, y su sobrino, Yechezkel Damjanich, al que todos llaman Chaskel, acaban de llegar a Jerusalén aceptando la invitación de Yosef, a quien no han visto desde hace doce años. Y es que en el año 1947, finalizada la Segunda Guerra Mundial y habiendo entrado en la órbita comunista, Hungría no era precisamente el lugar ideal para que un joven y virtuoso violinista judío y su madre, una viuda superviviente del campo de Auschwitz-Birkenau, pudieran empezar de nuevo, olvidando el sufrimiento vivido durante la guerra y la muerte del padre, Gavrel, en el campo de exterminio.
El café es frecuentado por musulmanes, judíos, miembros de la Commonwealth. Muchos de ellos ocupan las habitaciones de alquiler situadas en el piso superior del edificio: el irascible señor Omar y el desdentado señor Najib; el señor Benjamin Waldstein, redactor jefe del Palestine Gazzette; los Rosenfeld y su nieta Anna; el historiador de arte Danny Chapel y el capitán Heinz, sin olvidar al sargento Scholes, que no venía por la cerveza, sino buscando a su amada Zapora. Sentados juntos a la mesa discuten, como suele ser habitual en las familias bien avenidas, sobre el destino de la ciudad en la que viven, pero, a pesar de sus opiniones contrarias, la “sangre” nunca llega al río. No hay nada que el amor, la música, una partida de cartas, un café o una buena cerveza no puedan remediar, al menos en la ficción creada por Alfonso Zapico.
Y pasan los días y mientras su madre llora la ausencia de su marido y, prematuramente envejecida, se deja morir de tristeza, Chaskel ayuda a su tío en el café, se enamora de Yaiza Jatib, la joven árabe que trae la fruta en el viejo camión inglés propiedad de su padre y da rienda suelta a su pasión por la música, tocando el violín en cualquier momento y lugar (trasladándose incluso a Katamon para interpretar a Mozart con el doctor Hassan), y envolviéndonos a todos, como a él mismo, con hermosas y enternecedoras imágenes de tristes sonidos, aunque sean del Hava Nagila.
Pero fuera de las paredes del café existe un mundo real. El autor ha imaginado que la trama se desarrolla en un momento histórico concreto: el de la creación del Estado de Israel y sus consecuencias inmediatas, haciendo hincapié en las reacciones de árabes y judíos tras conocerse la noticia de que la Asamblea de las Naciones Unidas había votado a favor del “reparto” de Palestina y que desencadenaron un conflicto bélico que continúa vigente hasta nuestros días.
De pronto, el tono apacible desaparece y la historia se precipita. La vida de los protagonistas transcurre paralelamente a sucesos ocurridos realmente y que Alfonso Zapico introduce en la narración para darle mayor verosimilitud: las celebraciones judías dieron paso al malestar entre los árabes, “los vecinos de toda la vida continuaron sonriéndose, hasta que se retiraron el saludo”; había calles que no se podían pisar, hogares que no se podían visitar y amores que no podían ser; los amigos dejaron de serlo; los que estaban en contra del reparto, miraban incrédulos el fin de la Jerusalén conocida hasta entonces, la ciudad santa en la que “todas las religiones convivían en singular armonía”. A los ataques árabes siguieron las represalias de los terroristas judíos del Irgún o de los guerrilleros hebreos de la Haganah, y a la inversa. Y ya nada volvió a ser como antes.
La lectura de un cómic, como la de un libro, no debería terminar en sí misma, debería motivarnos para conocer más sobre lo que se nos cuenta. Cuando una, recién salida de la inopia a la que irremediablemente nos aboca la adolescencia, descubre el holocausto y, picada por la curiosidad, llega, rascando en un sustrato que desconoce, hasta el conflicto árabe-israelí con cuyas guerras ha ido creciendo, agradece que, de tanto en tanto, un autor de cómics se decante por la temática histórica y nos permita considerar sus tebeos desde un punto de vista didáctico, aunque no sea ésta su finalidad última.
Como ya hizo en su primer trabajo, para contarnos Café Budapest, este joven ilustrador de libros de literatura infantil y juvenil, colaborador del periódico La Nueva España y dibujante de historietas en revistas juveniles y digitales de Asturias, se ha documentado profusamente sobre los hechos acaecidos y la recreación de los ambientes de las dos ciudades protagonistas, siendo capaz de plasmar, junto a la terrible visión de los atentados y las escenas de guerra, uno de los momentos más emotivos y sobrecogedores de esta novela gráfica: aquel en que Sherintza, la madre de Chaskel, relata ante sus familiares la dramática experiencia vivida en el campo de Birkenau, al que fue deportada junto a su marido, y de la que no había sido capaz de hablar hasta ese momento.
No es la primera vez que
Zapico utiliza la narrativa gráfica para retratar la angustiosa y terrible realidad de lo que significó el
holocausto y lo que supuso para los supervivientes, para mostrarla a los que todavía no la conocen. De hecho, es el autor del cómic “
Holocausto”, elaborado por el Grupo “
Zivia Lubetkin” de
Educación sobre la Shoá y patrocinado por la
Agencia Asturiana de Cooperación al Desarrollo, que el pasado mes de enero, dentro de los actos programados para conmemorar el día del
holocausto, fue distribuido en los centros de enseñanza de Asturias para difundir entre los estudiantes de ESO y Bachiller el conocimiento de lo que fue y conllevó la
Shoá.
Pero no todo son dramas en esta historia. Entre las viñetas en blanco y negro -con un dibujo lleno de tópicos, estereotipos caricaturizados y descripciones pormenorizadas de los espacios, que refleja las influencias asimiladas en sus lecturas de
cómic franco-belga, de la
nouvelle bd o de autores españoles como
Luis Durán o
Paco Roca, según nos cuenta
Javier Cuervo en el prólogo- encontramos no pocos guiños del autor, ese tipo de detalles que nos hacen esbozar una sonrisa (los primeros versos de la
Canción del pirata de
José de Espronceda en el subtítulo de la noticia en el periódico húngaro, los gatos que asisten a las clases prácticas de besos que imparte
Yaiza a un tímido
Chaskel...) y los que el autor destina, exclusivamente, a unos pocos “
iniciados” y que se resuelven visitando “
Zapiburgo”, la ciudad que él mismo ha creado.
Esperemos que su próximo trabajo, una novela gráfica sobre
James Joyce en la que está trabajando, según manifestó él mismo en la
entrevista de
Astiberri, siga por estos mismos derroteros. De seguir así, seguro que este joven autor, prácticamente desconocido hasta hace poco, dejará pronto de serlo.