La forma que tienen de narrar y contarnos sus historias, de desmenuzarlas migaja a migaja, muchos autores japoneses siempre me ha resultado algo especial e innato de ellos, pausada, sugerente, sensual, cálida, con un toque y mezcla siempre entre lo tradicional y lo moderno… pura poesía, en este caso, en evocadoras imágenes.
Yo como occidental reconozco un profundo desconocimiento de todo lo tocante a la literatura oriental se refiere, no por no tener ganas, lo admito, si no por escoger siempre otro tipo de literatura más cercana a la mía (digamos, más afín) y, la mayoría de las veces, si delimitamos el abanico de posibilidades, más fantástica y, sobretodo, más futurista que, unido al escaso tiempo del que uno ya de por sí dispone y el no poder abarcarlo todo, consigue que siempre deje aparcado un tema sine die como es el de enfrentarme y emprender la lectura de algún que otro autor/a oriental y, más en concreto, japonés/a, que es una literatura que me resulta más atrayente que quizás otra de las mismas latitudes.
Esta posible atracción por todo lo que es nipón puede que provenga, como es lógico, por toda una serie de lecturas provenientes del manga, una forma de narrarnos las historias en forma de viñetas muy diferente, no sólo por el sentido de lectura, a la forma que tradicionalmente, y todavía hoy en día, se ha hecho en occidente, y que tanto se han introducido ya como habituales en nuestras lecturas diarias y cotidianas en cualquier aficionado al noveno arte que se precie. Y en estas obras te das cuenta de la mentalidad de los propios japoneses, de cómo ven y se enfrentan a la vida, de cómo viven intensamente el presente con vistas a un futuro cercano pero siempre echando una mirada hacia atrás a su pasado más o menos lejano. Y también de cómo son capaces de tratar cualquier tema, por insignificante que sea, como siempre ha sido característico de la literatura tradicional japonesa o de los haiku, donde cualquier pensamiento que ronde la cabeza del que escribe, o lo vea in situ, es capaz de plasmarlo en papel con toda la sensibilidad y la profundidad que la palabra escrita se lo permita. Y, de ahí a representarlo narrativa y gráficamente a la vez, hay sólo un paso.
Y uno de estos mangas que te evocan una forma de lectura más cercana a la literatura del país del sol naciente es del que hoy hablaremos en esta reseña. Es el primer volumen de Takemitzu Zamurái –El samurái que vendió su alma-, que la Editorial Glénat nos ofrece ahora coincidiendo con la reciente visita a nuestro país, como autores invitados al pasado Salón del Manga de La Farga de l’Hospitalet, de Issei Eifuku y Taiyou Matsumoto, donde ambos mangakas nos presentaron dicha obra.
El samurái que vendió su alma se adentra en una época, en pleno período Edo o Tokugawa, hace más o menos 200 años, donde el honor y el sacrificio eran obligatorios en la vida de todo samurái, fuera o no ronin, tuviera o no señor… todo giraba entorno a un código de honor que hacia temblar y tambalear al más diestro, al más fuerte, dentro de una rígida y estricta sociedad estamental y de lazos de dependencia… pero he aquí que nuestro protagonista es especial, un samurái atípico, despreocupado… Sôichirô Senô es capaz de afrontar los problemas de la vida con total despreocupación o eso parece... que se nos irá desvelando poco a poco su misterioso origen, de dónde es y cómo ha llegado a esa situación, conociendo paso a paso su manera de ser y pensar, y “aquello oculto y desconocido” que lleva dentro... pero que no nos será desvelado hasta los siguiente volúmenes.
Una serie de relatos cortos a modo de capítulos (naturalmente al ser serializados más o menos semanalmente en la revista Big Comic Spirits de la Editorial Shogakukan) donde los protagonistas principales son el propio samurái Sôichirô Senô y el joven Kankichi, hijo del carpintero del lugar, que vive en las mismas nagayas que nuestro particular rônin, en las afueras de Edo, la actual Tokio, de donde irán surgiendo los diferentes personajes secundarios que formaran parte de las vivencias de nuestro especial samurái recreadas por Issei Eifuku. Sôichirô Senô será un samurái especial, diferente a los demás, aparentando ser un hombre simple y humilde, incluso distraído, capaz de detenerse a admirar las cosas más insignificantes que le rodean como quedarse intrigado por los tentáculos de un simple pulpo, o relamerse por haber comido unos dulces (muchas veces le vemos comerse dangos con sumo deleite), o intentar hablar a los gatos, o maravillarse por el distinto vuelo de los milanos y los cuervos, o divertirse con el simple lanzamiento de piedras al río, o incluso hablar con su propia espada y tratarla como su amante……. y enfrentándose a los retos y peligros que le surgen con una simple espada de bambú en una especie de no-violencia velada.
Todo lo narrado aquí nos recuerda mucho y, por tanto, vemos una clara influencia, a toda la pintura sobre tela o grabados tradicional japonesa, sobre todo los ukiyo-e, las famosas estampas cotidianas japonesas, que son los precursores naturales y directos de la narración de historias de una forma visual y precursores, por tanto, del manga. En esta ocasión el estilo estilizado empleado, simple y minimalista en ocasiones, es influencia directa de este estilo propio de la pintura del país del sol naciente de la mano de grandes maestros como Hiroshige, Hokusai o Sharaku, todos por cierto más o menos del mismo período en el que transcurre la obra y que eleva aún más la similitud entre estos autores y el trabajo del propio Matsumoto, y el claro homenaje que éste ha querido ofrecernos.
De los autores poco sabemos por estos lares… sólo a Taiyou Matsumoto le pudimos ver un trabajo suyo editado por la propia Glénat, Tekkon Kinkreet (cuya adaptación a la gran pantalla fue candidata a los Oscars 2008 a la Mejor Película de Animación), donde nos obsequia con un estilo muy diferente al de esta obra, en este caso mucho más realista, más cercano por ejemplo al dibujo de temática seinen de un Suehiro Maruo. En cambio, de Issei Eifuku, poco sabemos y que ha trabajado en diversas obras anteriores, siendo Takemitsu Zamurái su primera obra como guionista.
Una bella historia que te sorprende por la forma tan sencilla y desinhibida con la que se enfrenta nuestro protagonista principal a las diferentes situaciones que surgen, con unos dibujos a veces abstractos e irreales en sus concepciones anatómicas (esos ojos imposibles de Senô), pero llenos de un linealidad y simple trazo que provocan que la lectura avance a un ritmo pausado y sosegado y que, incluso, las escenas de violencia o las de cierto “misterio y miedo” no lleguen nunca a provocarnos más que una cierta situación de calma serena implícita.
Un saludo cordial.
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