Uno no sabe si es que quiere acaparar demasiadas cosas y no puede llegar a todo, o bien sigue siendo un poco limitado en esto de los cómics y todavía le falta muchísimo para ser consciente de la grandeza del noveno arte. Lo único que tengo claro, teniendo en cuenta que ya son muchos los años que llevo metido en este mundillo, es que por mucho que me esfuerce, siempre acabo por descubrir que en realidad sé muy poco, y que el no tener ni la más mínima noción de la existencia de un autor como Kim Deitch hasta hace bien poco, refuerza una vez más mi idea de que tengo aún mucho por aprender y descubrir. Por supuesto, hay que decir que parte de mi desconocimiento de este autor es debido a que nunca se había publicado ninguna obra suya en nuestro país, algo bastante incomprensible después de su lectura. Desde luego, clama al cielo el ver mil y una ediciones de algunas obras (incluso pertenecientes al mismo underground al que pertenece Deitch) y que otros autores sean aparentemente dejados de lado hasta el día de hoy, Jules Pfeiffer, Jim Woodring o Spain Rodriguez son claro ejemplo de ello.
Un cómic como éste es un perfecto ejemplo de lo que tiene que ser arte. Tal y como vas avanzando en su lectura, te das cuenta de la fuerza que desprende cada una de sus páginas, dando esa sensación tan cautivadora que es el sentir que estás ante algo que se está haciendo por amor al arte y fuera de ese circulo vicioso que representa el mercado actual. Deitch nos destripa el fabuloso mundo de la animación, y lo hace como algo que tiene que estar lejos de las cadenas de montaje. El arte tiene que ser algo intenso, emocionante, incluso fascinante, algo que respire ilusión por los cuatro costados, y demuestre que sigue en una relativa infancia que apenas ha rascado la superficie de su maravilloso potencial.
Ésta es la historia de Ted Mishkin, hombre de aspecto bondadoso, constantemente entusiasmo por su profesión de animador, y creador de ese irreverente gato llamado Waldo, cuyo parecido con el gato Felix es más que evidente. Pero no nos engañemos, su parecido es sólo externo, pues, aunque en cierta manera tiene ese aureola amable, simpática y encantadora, por dentro es pura maldad. Y es esa maldad la que se agarra al bueno de Ted, su creador, encontrándose a medio camino entre la cordura y esa especie de locura contagiosa a la que se ve sometido con cada aparición de este gato de maléfica influencia. Locura que, por otra parte, sirve como fuente inagotable de ideas y grandes conceptos que nos explotarán, como si de bombas creativas se tratasen.
Ésta es la historia de Ted Mishkin, hombre de aspecto bondadoso, constantemente entusiasmo por su profesión de animador, y creador de ese irreverente gato llamado Waldo, cuyo parecido con el gato Felix es más que evidente. Pero no nos engañemos, su parecido es sólo externo, pues, aunque en cierta manera tiene ese aureola amable, simpática y encantadora, por dentro es pura maldad. Y es esa maldad la que se agarra al bueno de Ted, su creador, encontrándose a medio camino entre la cordura y esa especie de locura contagiosa a la que se ve sometido con cada aparición de este gato de maléfica influencia. Locura que, por otra parte, sirve como fuente inagotable de ideas y grandes conceptos que nos explotarán, como si de bombas creativas se tratasen.
Deitch como autor directo y visceral que demuestra ser, nos dará a entender su desacuerdo sobre la manipulación de cualquier obra en base a intereses comerciales y artificiosos. Él se siente como si ya no participara de ese mundillo que se dedica principalmente a manipular y falsear la intencionalidad del autor. Y lo hace, sobretodo, apoyándose sobre una especie de autoparodia de un estudio de animación, con el que realmente se siente perfectamente identificado, debido a la cercanía que tenía con su padre Gene Deitch, el cual era un animador que pertenecía a un estudio de gente huida de dos grandes compañías, como eran la Warner y la Disney. Su amor por el arte, junto a la dependencia hacia él en cada momento de su vida, está siempre presente. El personaje de Ted nos lo dice claramente “Tomasteis el arte que yo creé, y lo convertisteis en mierda. Al infierno con todos vosotros”.
El bulevar de los sueños rotos es un grito al cielo en busca de una cierta esperanza, esperanza que no se puede comprar, pero si se suele vender. Esperanza por unos viejos sueños rotos que se intentarán sustituir por otros nuevos. Esperanza por sentir el que nunca acabe la diversión que debería estar, en parte, siempre ligada al propio arte, en contraposición a esa vergonzosa esclavitud de la gente obligada a trabajar produciendo basura que se burla de la misma idea de lo que es el arte.
¿Qué ocurre cuando se siente que la diversión se ha terminado? ¿No era el arte en sí un paraíso de la creación? ¿No era un reflejo de la evolución del artista como persona? ¿Es posible que sea incluso terapéutico hacia el propio autor? ¿Existe realmente esa magia entre el autor y su obra? Todo esto y mucho más es lo que podréis descubrir si os acercáis a este cómic que sirve como gran metáfora sobre los ideales de un autor al que le encanta envolverse de un estilo vodevil tan propio de principios del siglo XX. Todo ello, impregnado de grandes dosis de locura, un dibujo de enfermizo detalle y sensaciones perturbadoras, saltos narrativos en el tiempo y una perfecta orquestación de página que es para quitarse el sombrero. Indispensable en cualquier comicteca, y, sin duda, uno de los cómics de año.
2 comentarios:
Para mí, el mejor tebeo del año, sin duda.
Pues me parece que vamos a coincidir tio berni.
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