lunes, enero 14, 2008

EL MARTÍN PESCADOR de Luis Durán

Cada vez estoy más convencida de que leer a Luis Durán es un ejercicio indispensable para encontrar y recorrer caminos olvidados más allá de lo prudente, y aunque Jorge Iván Argiz ya avisó que leer El Martín Pescador, publicado por Dolmen Editorial, era toda una experiencia, no puedo dejar darle la razón porque la espera, francamente, ha valido la pena.

En esta ocasión el protagonista es un joven profesor de literatura, Martín, escritor de dos libros que apenas han tenido lectores, que es requerido un día para escribir la autobiografía de un político, Martín Altás, enzarzado en plena campaña electoral. La particularidad de dicha autobiografía radica en que debe estar integrada únicamente por los recuerdos infantiles del escritor. Al avenirse a ceder los recuerdos de su infancia al político para que éste los haga suyos y los venda al electorado con el objetivo de ganar las elecciones, Martín tiene la oportunidad de recuperar para sí aquellos años vividos con su abuelo en un pueblo cuya réplica exacta duerme bajo las aguas de un pantano al que acuden los reflejos para reencontrarse con su imagen, como en el mito del hijo pródigo.

Pero junto a Martín aparecen, como es habitual en la obra de Durán, una galería de personajes poco ortodoxos y de aspecto estrambótico que cambiaran su vida en este mundo “tan triste y ajeno a usted”: un coleccionista de reflejos que acumula sus anotaciones en cajas de zapatos; Arearea, la niña adicta a los helados que sueña que vive en un cuadro de Gauguin que se llama como ella, un lugar paradisíaco y lleno de la luz que tanto desea; Don Benito, un gato blanco muy presumido con una mancha redonda y oscura alrededor del ojo derecho; el Señor G., un científico que busca alterar las percepciones y vivir en un mundo al revés, y Olías Tutumukuku y Aurelia, miembros más que activos de una ONG onírica que de manera altruista se dedican a ayudar a la gente a salir de su encierro interviniendo en sus sueños.

Las historias de Luis Durán deberían leerse en un ambiente especial que nos permitiera entrar más allá de lo meramente escrito y dibujado, en un silencio propicio que nos dejara escuchar la música de las flautas, el crujir de las hojas de papel de periódico llevadas por remolinos de viento, el murmullo de dos vecinos que llegan juntos en el ascensor y se despiden en el rellano, el ronroneo de los gatos, el chapoteo del agua en su tranquilo remanso, el imperceptible sonido de una araña deslizándose desde su tela como una sombra chinesca, el triste tañido de imaginarias campanas sumergidas en un pantano, …

Las historias de Luis Durán deberían paladearse como exquisitos helados y, sobre todo, disfrutarse. Convertidos en niños traviesos que juegan a “caccia all’errore” o a adivinar escondidas referencias que se nos ocultaron en la primera lectura, absortos como estábamos en la cadencia poética de su prosa y en el blanco y negro de sus silencios, descubrir con sonrisas de complicidad esos pequeños trozos de realidad que Durán convierte en pura fantasía (como la del pueblo envuelto de helióstatos) y esas asociaciones de ideas que encontramos, incorporadas ya a nuestro imaginario (Platón con su caverna, la malvada madrastra con su espejo mágico (o la malvada bruja con su roja manzana, que viene a ser lo mismo), los pantanos con sus pueblos sumergidos, la mentira con Pinocchio, los gatos con sus siete vidas, el final del arco iris con su tesoro, Alicia intentando atravesar el espejo, los Senoi con su mágica interpretación de los sueños, Gauguin con sus paraísos haitianos, …), volviendo como siempre a esa infancia que con fascinación llenamos de mitos y símbolos y de la que, transcurridos los años, no queda sino un reflejo deformado por la memoria, una pura apariencia a la que, a pesar de todo, nos afanamos en regresar.

Y recurrimos a la nostalgia con la esperanza de encontrar todavía las cajas de zapatos en las que el niño coleccionista que todavía seguimos siendo guardaba sus más preciados tesoros (los coches de época que salían en las bolsas de los conguitos, las canicas que encontrábamos en la calle (bolas de cristal a las que sólo faltaba la nieve), las conchas recogidas en la playa, nuestros cromos favoritos, las cartas de las barajas infantiles que siempre quedaban desparejadas e incompletas, los carnets con fotos de rostros que apenas reconoces, los primeros billetes de tren, las entradas de cine y las de los conciertos, los pases del autobús, los puntos de libro, las piedras de los lugares a los que viajaste, … ); de releer con la misma avidez los tebeos de superhéroes (que ya se habrán hecho mayores como The Human Fly, el acróbata nostálgico) y los relatos de Edgar Allan Poe (qué reconocible siempre su retrato, aún en el interior de una fábrica abandonada), olvidando aquellos espejos que se cubrían durante el duelo para impedir que las almas se quedaran para siempre en su reflejo.

Son precisamente esos mitos y símbolos (los espejos, las velas, los laberintos, las margaritas, los pantanos, los gatos, ...) los que nos “ayudan a comprender una realidad que a veces se nos presenta demasiado compleja”, la dualidad de los contrarios (el niño y el adulto, la luz y la oscuridad, la vigilia y el sueño, la vida y la muerte), la realidad conviviendo con su reflejo en un espejo de azogue o de agua (porque en ambos existe al otro lado, un mundo inverso y paralelo de imágenes invertidas y enfrentadas), la eterna duda de saber en qué parte del espejo nos encontramos en cada momento, las vigilias que se confunden con los sueños de manera que nunca estamos seguros de si estamos dormidos o despiertos, las vidas que vivimos paralelamente desconociendo si las vivimos realmente o las soñamos, ignorando si en nuestros sueños estamos volando en un cielo azul o nadando en las profundas y oscuras aguas de un pantano.

Por unas cosas o por otras, El Martín Pescador tiene además la extraña cualidad de convertirse en una Caja de Pandora que se abre para dejar escapar esos males que te atormentan desde siempre. Extrañada, te descubres leyendo sin entender lo que lees, con el pensamiento abstraído por un momento en tu propia existencia, cuando los espejos, las velas encendidas y los pacientes de Aurelia te llevan hasta el día en que por primera y última vez te decidiste a participar con tus compañeras de colegio en sus juegos con la ouija y a alguien se le ocurrió contar aquello de que si en una habitación oscura te sitúas ante un espejo con una vela encendida y miras sobre tu hombro, a tu espalda ves la imagen de tu muerte que se refleja. Desde entonces cada vez que te miras al espejo y tu mirada se desliza imperceptible por encima de tu hombro piensas en ello; pero lo cierto es que, cuando creces, con la experiencia, ya no es el reflejo de tu propia muerte lo que temes ver, lo que temes ver realmente es el reflejo de la muerte de las personas a las que quieres, algo infinitamente más difícil de asumir y superar. Y es que “no nos fascinarían tanto los espejos ... si no albergasen en su interior esa otra realidad ... ese otro mundo más oscuro, misterioso e inquietante que el nuestro... la muerte”, y quizás no nos causarían tanto desasosiego (tanto respeto, diría mi madre), si no fuera por la misma razón.

Una siempre se pregunta cuántas formas humanas (o no) conoce Luis Durán de tergiversar los mismos temas para acabar obteniendo resultados tan diversos y tan redondos como éste, de conseguir historias que al acabar de leerlas producen en el ánimo una sensación de vacío y tristeza infinitas y, al mismo tiempo, de desconcierto, tras comprobar que ha habido alguien capaz de revelar nuestros recuerdos y robar nuestros reflejos.

Al llegar al final sólo nos queda la esperanza de que en breve haya un nuevo comienzo. Desde luego esperanza no nos falta. Después de todo, es lo único que aún permanece dentro de la Caja de Pandora, ¿no?

5 comentarios:

Unknown dijo...

Impresionante. Yo no se cómo puedes sacar tantos matices, a mi precisamente con Luis Durán siempre he tenido el problema del dibujo. No me adapto.
Por cierto, Susana Tusquets regala cincuenta libros firmados de Petros, si no sabes las respuestas. A la hija la secuestran en su última novela, Jaritos es griego, tiene un supermirafiori y le encantan los diccionarios. Ya tienes las respuestas.
Un Saludo y suerte,
José Andrés

Susana dijo...

Gracias por la información, ha sido todo un detalle. Si tengo suerte, serás el primero en saberlo.
Por cierto, ¿sabes que el domingo pasado me leí de un tirón Defensa Cerrada? Era uno de los que me enviaste este verano y tengo que reconocer que acertaste. Desde luego como asesor vales un Potosí.
Nos leemos.
Susana.

Jaime Sirvent dijo...

Uauh, Susana, me has dejado sin palabras. Un post tan maravilloso y evocador como la propia obra de Durán. Sólo he leído de él Caballero de espadas y me gustó bastante, aparte de darme esa misma sensación evocadora y onírica, a la vez que nostálgica que me ha dado leer tus líneas. Un saludo.

Susana dijo...

Vaya, gracias por tu comentario. Comparto tu opinión sobre Durán. Yo también leí Caballero de Espadas, aunque casi me atrevería a decir que en sus últimos trabajos va recopilando lo esencial de sus historias pasadas, de ahí que sean tan especiales, o al menos así me lo parecen.
Un saludo.

montse dijo...

pues ami me atrapo su literatura desde el principio,y los temas, los espejos,los pantanos,la trama política....pero me decepciono el final,no se bien porque....como que no han concluido tratado los temas que me interesaban