Conocí de la existencia de Henning Mankell por un error de correos, pero prefiero pensar que fue la casualidad la que me llevó a disfrutar de sus libros: yo esperaba un paquete que debía llegar de Connecticut, pero mira por donde me encontré con uno que acabó llegando de Malmö. Haciendo alarde de una de mis pequeñas manías, esa que me lleva a localizar en un mapa ciudades cuyos nombres me llaman la atención, descubrí que Malmö estaba en Escania y de ahí a la Ystad de Kurt Wallander apenas hubo un paso.
Aunque soy fan de sus novelas negras, me apetecía conocer otra de las facetas de Mankell, la de escritor de literatura infantil, así que me encontré realizando un Viaje al fin del mundo cuando la Editorial Debolsillo tuvo a bien publicar en un único volumen la serie de cuatro novelas que narran las aventuras de Joel Gustafsson (El perro que corría hacia un estrella, Las sombras crecen al atardecer, El niño que dormía con nieve en la cama y Viaje al fin del mundo), recopilados bajo el título de la última.
Con un ritmo lento en el que todo sucede sin que aparentemente suceda nada, engancha la forma que tiene Mankell de narrar el día a día de Joel desde el momento en que este niño de once años, que vive solo con su padre, Samuel, desde que su madre, Jenny, los abandonó cuando él era apenas un bebé, decide a salir en busca de un perro que cree haber visto desde la ventana de su habitación y que con toda seguridad, piensa, se dirige a algún lugar más allá de Orión.
Y es que, viviendo en el lugar en el que vive, un pueblo situado en el norte de Suecia, en donde la nieve del invierno lo cubre todo durante gran parte del año y los frondosos bosques evocan un paisaje muy distinto al que él desearía ver cada mañana, a Joel no le queda más remedio que recurrir a la imaginación, inventarse un mundo propio y soñar con un futuro lejos del lugar donde nació.
Podría creerse que Joel es un niño retraído y taciturno, pero nada más lejos de la realidad. Influido por las historias que Samuel le cuenta de cuando era joven, cuando trabajaba como marinero y su barco navegaba por todos los mares y llegaba hasta islas y ciudades de las que sólo se conoce su existencia si las has visto o si las encuentras en los mapas, Joel es un aventurero en potencia cuya única esperanza es conocer el mar y viajar a esos países en los que espera atracar un día, confiando en la promesa de que, en cuanto cumpla quince años, se marcharán a algún lugar donde haya puerto y pueda verse el mar abierto, se enrolarán juntos en el mismo carguero y pondrán en práctica todas las aventuras que padre e hijo han ido imaginando.
Pero Samuel no es ni sombra de lo que era. Ahora trabaja de leñador en una compañía maderera y ahoga su soledad en el alcohol, bebiendo por la noche para olvidar la añoranza de un mar al que nunca regresará y la ausencia de la única mujer a la que ha amado y no ha sabido conservar, cuyo recuerdo trata de sustituir con Sara, la camarera de grandes pechos y sombrero rojo.
Mientras, Joel ha ido creciendo, ejerciendo rutinariamente el papel de su propia madre, haciendo la cola en la tienda como una “maldita ama de casa” para hacer la compra, preparando la comida para que esté lista cuando su padre llegue del trabajo o yendo a buscarle cuando tarda en llegar a casa, sabiendo de antemano que allá donde lo encuentre, estará borracho.
A medida que se hace mayor, algo va cambiando en su interior: empezará a considerar infantiles muchas de las cosas que antes hacía, como sentarse a reflexionar sobre su roca junto al río, pero, sobre todo, dejará de confiar en su padre y en las promesas que le ha hecho y que sabe que nunca verá cumplidas, se enfrentará a ese miedo irracional que lo invade desde niño sólo con pensar en la posibilidad de ser abandonado de nuevo, y empezará a creer en sí mismo, a cumplir lo que se propone (desde pequeñas promesas hechas la noche de fin de año hasta aprender a besar, ver a Sonjia Mattsson, la dependienta de la tienda de comestibles de Svenson, vestida solo con velos transparentes; sacarse la licencia de marinero; encontrar a su madre; no ser nunca como su padre o navegar hasta las Islas Pitcairn), llegando incluso a ser protagonista de hechos que hubiera preferido que no ocurrieran, como estar a punto de morir en un accidente, vivir un milagro o convertirse en un héroe.
Con unas circunstancias familiares como las suyas, no es extraño que Joel no sea un niño como los demás. Los únicos niños con los que tiene contacto son Otto, que siempre amenaza con pegarle una paliza, Eva-lisa, la Galgo, su única amiga después de un episodio traumático para ambos, o Ture, el hijo del juez, que pretendía enseñarle algo que él no está dispuesto a aprender. Sus amigos son niños-adultos tan extraños y distintos como él mismo y tan diferentes a la señorita Nedeström, la maestra que le dice que “no es malo tener imaginación e inventarse cosas, pero tienes que distinguir lo que es inventado de lo que es real” o a ese padre angustiado que llora mientras bebe o friega frenéticamente en la cocina algo que sólo él ve, algo que le pone de mal humor, le da miedo y le enfada y que no entendió que mamá Jenny estaba llena de desasosiego.
Joel prefiere a Simón Tempestad, el viejo albañil de quien todos temen porque estuvo encerrado diez años en un psiquiátrico, que circula de noche con su camioneta y que le entiende lo suficiente como para llevarlo a gritar su nombre a “El lago de los cuatro vientos” cuando parece que tenga “muchos pensamientos en la cabeza que preferirías no tener”, y a Gertrud, la Sin Nariz, que intentó suicidarse ahogándose cuando perdió la nariz en una operación y ahora lleva un pañuelo en su lugar, que tiene una nariz roja de payaso a la que llama su “Nariz de Pensar” y también una “Silla de llorar” especial, y para quien, a pesar de todo, nada en su vida era normal ni aburrido.
Y Joel se hace mayor. Si la última novelas es la más emotiva, no es sólo por los hechos que en ella se relatan, sino porque nos damos cuenta de que ha tomado la terrible decisión de estar solo: la mejor manera de no ser abandonado es no querer a nadie que pueda hacerlo. Si no quieres a nadie, nadie puede hacerte daño.
Cuando era niña creía que los textos narrados en primera persona eran autobiográficos. Luego aprendí que, evidentemente, no siempre era así, pero saber que se trataba de un recurso literario no me impidió seguir pensando que, a veces, algo de autobiográfico debe de haber en lo que un autor escribe que me hace tener la sensación de que lo descrito ha de haberse vivido necesariamente. A veces, es tal el dolor de lo narrado que difícilmente hubiera podido la imaginación ser capaz de recrear algo así.
Y en este caso acerté. También a Mankell lo abandonó su madre cuando era niño y, desgraciadamente, después de reencontrarse, volvió a abandonarle, esta vez para siempre, al suicidarse cuando él tenía poco más de veinte. Alguna trascendencia deben tener en nuestra vida determinados hechos acaecidos en nuestra infancia, ¿o no?.
2 comentarios:
Leí a mis dos hijos esta hermosa novela y les encantó. ¿Se te ocurre alguna otra que girando sobre la vida de un niño y sus vivencias pueda llegar a resultarles interesante? En suma, si les gustó "Viaje al fin del Mundo" qué otro/s libros pensás que podrían gustarles?
Aún no conozco a nadie a quien no guste Henning Mankell. Escribe como nadie no sólo novelas policíacas, sino libros para jóvenes que no dejan indiferentes. Me gustó también la trilogía de Mozambique (El secreto del fuego, Jugar con fuego, La ira del fuego) y seguramente su última novela, El hijo del Viento, no le irá a la zaga.
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