O al menos ésa es la imagen que el imaginario colectivo suele tener sobre lo que fue el medioevo, un período convulso marcado por la guerra entre señores, el vasallaje, la esclavitud de los siervos, el amor trovadoresco, los malhechores asaltando los caminos y arrasando las aldeas, castillos en lo alto de un cerro y ciudades fuertemente amuralladas… todo eso junto a algo más que se hace imprescindible a nuestros ojos de legos en la materia y que se agradece encontrar en un cómic cuya trama se desarrolla en esa época: seres mitológicos y lugares legendarios, símbolos, mitos y leyendas que hacen posible la fantasía popular medieval gracias, sobre todo, a la magia, desarrollada en todas sus facetas en el caso que nos ocupa.
Si a esta visión idealizada de la Edad Media le añadimos un dibujo capaz de transmitir ese ambiente misterioso, casi sobrenatural, que le es tan adecuado, decidirse no cuesta demasiado. Y es que el dibujo es obra de un autor que ya nos es conocido, Matthieu Bonhomme, a quien tuvimos la suerte de verlo dibujar en el Saló del Còmic de Barcelona allá por el año 2008 y conseguir, tras las consabidas colas, unas magníficas dedicatorias de Jean-Baptiste Poulain, el protagonista de una de nuestras series favoritas que aún continúa abierta, la de El Marqués de Anaón, el Marqués de las Almas en Pena, con guión de Fabien Vehlmann, publicado también por Norma Editorial.
El espíritu perdido es el primer integral de la serie Messire Guillaume. Llama la atención la publicación de un volumen como éste, tanto en lo que respecta a su formato, apaisado, como a su interior, en blanco y negro, sobre todo teniendo en cuenta que en Francia la Editorial Dupuis había publicado con anterioridad la historia que en él se recoge en tres partes -Les contrées lointaines, Le pays de verité y Terre et mère-, en formato álbum y a color. Un cambio significativo con el que sin duda ha salido ganando y que le valió el premio “Intergeneraciones” del Festival de Angoulême del 2010.
Las guardas son ya como una gran viñeta que mejor no perderse. Hélis abandona el hogar familiar frente al que una cruz nos muestra el lugar en el que está enterrado su padre, Bertrand de Saunhac. Hijo del conde Gaston de Saunhac, Bertrand abandonó su privilegiada posición de guerrero para vivir en contacto con la naturaleza, aprendiendo de ella sus poderes curativos. La desaparición de Bertrand fue un duro golpe para sus hijos, Hélis y Guillaume, que no admitían que se hubiera suicidado, como decían muchos, ni que su muerte fuera el resultado del resentimiento divino por haber manipulado la naturaleza, como pensaba su viuda, Philomène, que pronto contraería nuevo matrimonio con Brifaut, el comisario del condado. De hecho, Hélis, “poseída por los mismos demonios que su padre” ha decidido marchar en su busca siguiendo los mensajes enviados por su alma, mientras Guillaume, a quien su padre no transmitió sus conocimientos, trata de seguirla en su camino, viviendo en su viaje experiencias bien diferentes a las de su hermana. Y es que quizás su tía Ysane tenga razón y él esté más próximo a su padre de lo que había creído en un principio.
Aunque inicia su viaje junto al trovador Courtepointe, el extraño y huraño caballero de Brabançon, una cabra que parece no querer despegarse de su lado, unas semillas que hacen crecer una extraña planta y una piedra mágica, para encontrar a su padre -en la cima del mundo, más allá del mar de arena- y cumplir la misión que le ha confiado -encontrar su espíritu perdido y liberarlo-, deberá emprender en solitario otro camino bien distinto: llegar hasta las “Tierras lejanas”, utilizando medios y rutas no siempre utilizadas por los viajeros medievales tradicionales.Conseguir su propósito implica adentrarse en los dominios del Sacerdote Jean (el Preste Juan) y llegar hasta ese reino fabuloso situado en las Indias, un auténtico “paraíso terrestre” situado allí donde empieza el mundo; descender incluso a infiernos tan similares a los que tan bien supieron retratar en los siglos XV y XVI pintores flamencos como El Bosco o Brueghel el viejo, o como hicieron incluso los surrealistas del XX, y llegar a conocer por sí mismo -¿o fue en realidad a través de los sueños?- la existencia de mundos desconocidos, seres extraordinarios y monstruos fascinantes que nunca hubiera sido capaz de imaginar y que nadie podrá creer cuando lo cuente al volver a casa.
O quizás sí. Siempre está bien dejarse llevar, ver pasar el tiempo y sucederse las estaciones, ir creciendo en ese viaje iniciático que es la vida, y no ser tan taxativo como Courtepointe, el único que sabe “distinguir entre la verdad y la mentira, circunscribir las fronteras entre lo real y lo imaginario”. O eso, al menos, es lo que él dice.
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