Una de mis aficiones favoritas -como supongo que lo es para la gran mayoría del mundo mundial- siempre ha sido viajar. Otra que no le va a la zaga es, sin duda, leer. Disfrutar de ambas a la vez es un regalo que me hago con frecuencia, no sólo porque en mis viajes tenga la sana costumbre de llevar en la maleta tebeos y novelas que traten del país que voy a visitar, si no porque gran parte de las novelas que suelo leer -esté o no de viaje- están ambientadas en esos países y ciudades que he visitado con anterioridad -a los que, gracias a la lectura, consigo regresar una y otra vez- o en esos otros con los que aún sueño con ir algún día.
No suelen ser necesariamente libros de viajes. Se trata, generalmente, de novelas. Pero si en ellas aparecen localizaciones geográficas de la más diversa índole, podéis estar seguros que la lectura se iniciará siempre teniendo al alcance de la mano un mapa o un plano o una guía en los que localizar los lugares en los que va transcurriendo la acción. Mapas, planos y guías se convierten en instrumentos imprescindibles para reconocer, a través de los recuerdos, los que recorrí en persona y, con la imaginación, los que presumiblemente llegaré a recorrer en un futuro no muy lejano -espero-, esos que en ocasiones casi me veo capaz de identificar después de tantas horas viéndolos sobre el papel. Durante el viaje, claro, sucede a la inversa. Es entonces cuando me permito curiosear personalmente los ambientes que el autor me descubrió en su momento.
Tener a mano planos y mapas del país o ciudad sobre los que voy a leer es una manía que inicié hace años, cuando, para organizar mi viaje, solía proveerme de un montón de información necesaria -y también innecesaria- que me permitiera conocer de antemano el lugar que iba a visitar. Fue más tarde cuando descubrí la otra vertiente práctica de esa acumulación no autorizada de datos, transformada en material del todo indispensable para acometer la lectura de novelas en las que la geografía acaba convertida en un personaje tanto o más importante que sus propios protagonistas. Para mí, los escenarios han acabado por constituir, de hecho, un factor fundamental, sobre todo en un género concreto: la novela negra. Ni que decir tiene que las series protagonizadas por Kurt Wallander, Guido Brunetti, Kostas Jaritos o Erlendur Sveinsson no serían las mismas si se desarrollaran en ambientes distintos a Ystad, Venecia, Atenas o Reikiavik. Ambientar la novela en escenarios reales siempre da credibilidad a los personajes y verosimilitud a la trama, lo que todo buen lector suele agradecer a quienes escriben.
En este sentido, parecer ser que se ha puesto de moda unir mapas y novelas. Basta con entrar en la página de Seix Barral para descargarse un plano de Venecia en el que pueden recorrerse los lugares en los que están ambientadas las novelas de Donna Leon o de adquirir en el Fnac el último libro publicado en nuestro país de Arnaldur Indridason, que ya viene con un mapa de Islandia en el que localizar los escenarios recorridos por Erlendur.
Esta práctica habitual de juntar mapas y libros se acrecentó cuando conocí la obra de Henning Mankell y me aficioné a seguir las correrías de Kurt Wallander a través de Suecia con un mapa de carreteras, después de que un error de correos me llevara hasta Malmö. Convertida ya en una agradable rutina que se repite en cada viaje y en cada novela negra que cae en mis manos, había vuelto a engancharme al género negro -un placer que inexplicablemente había dejado de lado durante unos años- gracias, sobre todo, a esa corriente que llegó del frío -de unos países que siempre había ansiado conocer- y que me había hecho reencontrarme de nuevo con Pepe Carvalho y Salvo Montalbano, que tan buenos momentos me hicieron pasar.
Ocurrió una vez más este verano en Grecia, cuando vi realmente cómo eran las calles de Atenas que pisa el inefable Kostas Jaritos y que tan bien describe Petros Markaris, confirmando como imprescindible lo que ya apuntaba como tal el verano del pasado año en Islandia, cuando pude recorrer alguno de los escenarios en los que transcurren los casos del inspector Erlendur Sveinsson. Si bien lamenté en su momento haberme perdido la visita literaria por Reykjavik siguiendo los pasos de los personajes de las novelas de Arnaldur Indridason que las oficinas de turismo ofrecían a los entusiastas del género, no puedo quejarme en absoluto del “walking tour” literario “alternativo” por la ciudad que fuimos capaces de organizar las integrantes de nuestro grupo y que concluyó con una magnífica excursión al lago Kleifarvatn, todo un lujo después de leer El Hombre del Lago durante mi estancia en la tierra de hielo.
Los mapas (sobre todo el Big Map), planos y pequeñas guías de la península de Reykjanes y de Reikiavik que me agencié durante el viaje a Islandia me han servido una vez más para disfrutar con Invierno ártico, la última novela de Arnaldur Indridason publicada en nuestro país, que la editorial RBA sacó a la venta el pasado 31 de agosto. Ha sido como pasear de nuevo por la Avda. Miklabrant y las calles Grettisgata, Hlemmur, Styrimannstigur, Hverfisgata, Barónssígur o Snorrabraut, que atravesábamos varias veces al día para llegarnos hasta nuestro apartamento en Einholt, cargadas con las particulares y llamativas bolsas de la compra del supermercado Bónus de la calle Laugavegur; admirar las “elegantes casas de madera revestidas de chapa” (sólo si las has visto antes puedes entender cómo pueden ser de elegantes las casas de madera revestidas de chapa), sentarnos sobre el césped de la plaza de Austurvöllur, junto a la estatua de Jon Sigurdsson, o atravesar Mosfellsbaer en busca del monte Esja y el Snaefellsjokul o en dirección a Hafnarfjördur y Grindavik, camino del Kleifarvatn y el Blue Lagoon.
Para dar el punto final al tórrido verano de calor agobiante que nos ha tocado sufrir este año, nada apetecía más que meterse de lleno en el frío invierno de Islandia, cuando una “coraza de hielo duro cubría el suelo y el viento del Norte silbaba y aullaba”, cuando “la fina nieve de la superficie formaba remolinos con el aire” y “el viento polar les mordía el rostro, se les colaba en la ropa y les llegaba hasta los huesos”. En un terrible mes de enero, en el que no sólo domina el frío sino también la oscuridad (apenas unas pocas horas de luz al día), se nos presenta un caso que viene, una vez más, a desmontar la idílica visión de este hermoso país por el que sentimos admiración. Muy a nuestro pesar, Indridason nos da una visión mucho más acorde con la cruel realidad que nos toca vivir, ofreciéndonos, metamorfoseado a través de la ficción, el retrato de una sociedad islandesa que poco tiene que ver con el que disfrutamos como turistas en veranos pasados.
En el patio trasero de un bloque de viviendas del barrio de Breidholt aparece el cadáver de un niño de diez años, sobre un charco de sangre que había comenzado a helarse y la mochila escolar aún colgada a su espalda. La inexplicable muerte del pequeño Elías, de padre islandés y madre tailandesa, se relaciona al principio con un crimen racial. Los interrogatorios en el entorno de la víctima descubren al inspector Erlendur y a su equipo la evidencia de una sociedad dividida por el tema del racismo: los que no ven con buenos ojos los matrimonios mixtos y se muestran contrarios a la llegada de inmigrantes a Islandia; los que apostan por la multiculturalidad, pero dejan de lado la defensa de la propia cultura autóctona; los que defienden el apego a las tradiciones, enmascarándolo de sentimientos xenófobos; los que no lo tuvieron nada fácil para adaptarse a las condiciones de vida (la lengua, el clima, las costumbres…) tan distintas a las suyas y sufrieron los prejuicios de los islandeses intransigentes; los que tienden a agruparse por razón de origen, conservando su idioma, sus creencias, su acerbo cultural y su historia, sin tratar de formar parte de la cerrada sociedad del país de acogida…
Tras la separación de sus padres, Odinn y Sunee, el cambio de barrio había afectado a Elías. A pesar de sus esfuerzos, no había conseguido todavía hacer amigos. Si para él, islandés y buen estudiante, era ya difícil, para su hermanastro Niran, que había llegado a Islandia con nueve años, como a tantos otros chicos en sus mismas circunstancias, lo fue aún más. “Ni-ni”, ni tailandés ni islandés, pero orgulloso de su origen, no había en él ninguna intención de integrarse, de manera que eran frecuentes las desavenencias con sus compañeros de clase e incluso con sus profesores. Niran no había regresado a casa tras el colegio. La policía había iniciado su búsqueda, ya que su ausencia podría estar relacionada con la muerte de Elías. Su madre estaba desesperada. No era de extrañar. Después de todo, quince años es una edad difícil para pasarla entre jóvenes que no tienen nada que hacer y que se comportan como idiotas.
Poco a poco vamos conociendo nuevos aspectos de la vida privada de los protagonistas, perseguidos por sus problemas familiares: Elínborg apenas puede conciliar la vida familiar y la profesional; Sigurdur Oli no parece convencido con la alternativa de adoptar un hijo en el extranjero que le plantea Begga como única solución para ser padres y retrasa el momento de enfrentarse al tema, y Elerdur, obsesionado con el caso aún no resuelto de una mujer desaparecida, seguro que preferiría quedarse en casa leyendo sus libros sobre muertes y sufrimiento durante las implacables inclemencias invernales, expiando antiguos sentimientos de pérdida, pena y remordimientos a base de Chartreuse, antes que permitir que sus hijos Eva Lind y Sindri Snaer descubran su secreto, ese del que le sigue costando hablar después de tantos años, el que se refiere a las extrañas circunstancias que rodearon la desaparición de su hermano Bergur cuando tenía ocho años en el páramo de Eskifjördur.
Visto lo visto, no era extraño que la gente prefiriera no salir de casa, “esperando que la oleada glacial pasara deprisa”. Seguro que aprovechaban el tiempo leyendo alguna de las magníficas novelas a las que nos tiene acostumbrados Indridason. A ver si la editorial RBA no tarda demasiado en darnos otra alegría.
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